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Miércoles, 17 Junio 2020

No, la vacuna del coronavirus no 'se fabrica a base de células de fetos abortados'

Por Maldita Ciencia

La mención a fetos abortados no es casual y es un argumento conocido dentro de la corriente antivacunas. Pero se trata de una desinformación.

Este artículo fue publicado originalmente por Maldita Ciencia el 17 de junio de 2020. Este contenido es reproducido aquí como parte de #CoronaVirusFacts, un esfuerzo global liderado por la International Fact-Checking Network, IFCN (de la cual Colombiacheck es miembro), para combatir la desinformación al respecto del brote de coronavirus en el mundo.

 

Este domingo 14 de junio, mientras oficiaba una misa en Valencia, el cardenal Antonio Cañizares ha asegurado que una de las vacunas que se está investigando contra la COVID-19 "se fabrica a base de células de fetos abortados. Así de claro."

La mención a fetos abortados no es casual y es un argumento conocido dentro de la corriente antivacunas. Este argumento va unido a la mención de un supuesto ADN humano en estos fármacos que muchos señalan como culpable de la supuesta relación de las vacunas con el autismo (un nexo, recordamos, del que no hay evidencias y que procede de una gran mentira científica, como ya explicamos aquí).

Igual que ha ocurrido en este caso por parte del cardenal Cañizares, la mención al aborto sirve para convertir la oposición a las vacunas no solo en algo científico sino también moral o religioso. En esta vuelta de tuerca sin evidencias a la teoría antivacunas se mezclan explicaciones sesgadas con absolutas mentiras. Vamos a ello, por partes.

Células para 'cultivar' virus

Las vacunas son una forma de fortalecer al sistema inmune exponiéndolo a patógenos de determinado tipo, generalmente virus, pero en una versión debilitada para que nuestro cuerpo desarrolle los anticuerpos necesarios para combatir la infección original si hace falta.

Para generar esos virus hay que cultivarlos, y eso no puede hacerse en cualquier superficie. Los virus necesitan células a las que infectar para sobrevivir, y eso es lo que utilizan los investigadores como medio de cultivo. Cuando a principios del siglo XIX se comenzó a investigar en vacunas, se emplearon células de animales vivos. Las vacunas, de hecho, se llaman así porque las primeras se extraían de vacas y terneros.

Pero utilizar animales vivos en investigación científica tiene algunos inconvenientes en cuanto al coste, la logística y la homogeneización de los resultados, además de que pueden llevar asociados la contaminación del resultado con otros microbios. 

La opción más eficiente para la producción de las vacunas es el uso de cultivos celulares, células que se cultivan en un medio artificial de forma controlada. Esas células pueden ser de procedencia animal o de procedencia humana, y se utilizarán unas u otras dependiendo de sus características. 

¿Cómo se obtiene una línea celular?

Los cultivos celulares parten de células extraídas de un organismo vivo. Para ello se extrae una muestra de tejido de un órgano (por ejemplo un pulmón humano o animal), que contiene distintos tipos de células con distintas características. A partir de ahí se aplican distintos procesos para ir depurando y seleccionando aquellas células concretas que interesen para la investigación. 

Cuando se obtiene el subcultivo deseado, esas células resultantes (que son descendientes de las que estuvieron en el órgano del que se extrajo la muestra directa pero nunca formaron parte de él) se pueden reproducir un determinado número de veces creando así una línea celular que permite investigar con ellas incluso cuando las células originales ya han muerto.

Se considera que la capacidad de reproducción de las células es limitada en la mayoría de los casos (el conocido como límite de Hayflick), pero en algunos casos sufren alguna mutación y se obtienen lo que se llaman líneas celulares inmortalizadas, que son capaces de reproducirse más allá de ese límite, multiplicando su potencial para uso científico.

La línea celular inmortalizada más conocida: el caso de Henrietta Lack

Una de las líneas celulares inmortalizadas más famosas es la HeLa, iniciada con células del tumor de cuello de útero que sufrió una mujer llamada Henrietta Lacks en la década de 1950. Su caso es conocido porque Lacks fue una donante involuntaria: el médico que la trataba extrajo y conservó parte del tumor que sufría sin consultárselo ni pedir su consentimiento. 

Las células extraídas de ese tumor se utilizaron durante décadas (una de las características de las células tumorales es su capacidad para reproducirse rápidamente) y su familia se enteró dos décadas después cuando los investigadores les pidieron también a ellos muestras de sangre. 

Lo que fue sin duda un comportamiento científico éticamente cuestionable visto a día de hoy (agravado por el hecho de que las investigaciones derivadas de ese cultivo celular han dado beneficios económicos que ni ella ni sus descendientes han recibido) tuvo por otro lado un impacto positivo en la salud pública: células de la línea HeLa (que nunca pertenecieron al cuerpo de la propia Lacks) se utilizaron en el desarrollo poco después de la vacuna de la polio y durante décadas en investigaciones sobre el sida, el cáncer, los efectos de la radiación y remedios contra sustancias tóxicas entre otras muchas. 

Otras líneas celulares inmortalizadas

HeLa no es la única de estas líneas celulares inmortalizadas que existen y se han utilizado en investigación. Entre las que existen y se han empleado en el desarrollo de vacunas, dos tienen su origen en tejidos extraídos de dos fetos resultado de dos abortos en 1961 y en 1966 respectivamente.

La primera de ellas es la llamada WI-38. Es una línea celular desarrollada a partir del tejido pulmonar de un feto abortado a los 3 meses de gestación por motivos terapéuticos. Fue enviado a un laboratorio para profundizar en el estudio del virus de la rubeola, que se encontraba en plena epidemia en Europa y Estados Unidos. De muestras sacadas de sus pulmones se desarrolló una línea celular inmortalizada en la que los virus, como el de la propia rubeola, crecían fácilmente y libres de contaminantes, de forma que se utilizaron para desarrollar la vacuna de la rubeola y otras vacunas para aplicación en humanos

La otra se conoce como MRC-5 y procede de un feto abortado en la semana 14 por causas médicas en 1966. A partir de las células de esa línea celular se han producido vacunas entre otras para la triple vírica, para la varicela y para la polio

Estas son las dos únicas líneas celulares de origen fetal que se emplean o se han empleado para el desarrollo o la producción de vacunas. Ambos fueron abortos terapéuticos tras descubrirse que padecían alguna enfermedad grave (es decir, que no fueron abortos realizados para investigar con los fetos), y fue el posterior análisis de los fetos lo que dio como resultado la extracción de tejidos que a su vez dio como resultado dichas líneas celulares. No se han utilizado nuevos tejidos para mantener estas líneas y las células que se han empleado para el desarrollo de estas vacunas no han formado parte de los dos fetos originales.

Cultivos derivados de esas líneas han sido utilizados en investigaciones que han dado como resultado varias vacunas además de en otras investigaciones biomédicas que han salvado, en conjunto, millones de vidas en todo el mundo.

Aun así, esto supone un obvio debate ético y científico en el que se mezclan también cuestiones religiosas. Incluso el Centro Nacional Católico de Bioética se ha pronunciado al respecto, pidiendo que los católicos consulten con su médico la posibilidad de administrar versiones alternativas de estas vacunas pero, en caso de que no las haya, poniendo la importancia de vacunarse para preservar la salud pública y el bienestar infantil por encima del posible conflicto con el origen de esas vacunas.

No hay evidencias de que el ADN humano en las vacunas tenga relación con las vacunas

Son los virus desactivados, pero no las células humanas en las que estos se cultivan, lo que se utiliza para hacer las vacunas. Sin embargo, el producto final puede contener algunas trazas del ADN de esas células (aunque si lo hay es en cantidades ínfimas) que, repetimos, no son de los dos fetos con los que comenzaron las líneas celulares.

A eso se agarra esa rama de la corriente antivacunas de la que hablábamos al principio, que además de apelar al conflicto ético, asegura que son esas trazas de ADN lo que de alguna forma se recombina con el ADN del niño vacunado en las células del cerebro, haciendo que estas expresen proteínas anormales y causando en última instancia el autismo. La principal defensora de esta teoría, es Theresa Deisher, ingeniera genética y fundadora del Sound Choice Pharmaceutizal Institute que se dedica precisamente a advertir de los supuestos peligros de los productos médicos con trazas de ADN humano. Deisher es además una reconocida activista antiaborto con fuertes convicciones religiosas. 

Pero que quede claro: no hay ninguna prueba o evidencia de que esas trazas de ADN humano que puede haber en algunas vacunas se recombinen con el ADN de la persona vacunada y eso cause autismo. 

Aunque los mecanismos celulares que serían necesarios para que esto ocurriese no son imposibles en teoría, sí son altísimamente improbables en la práctica: la escasa cantidad de ADN que podría haber en las vacunas tendría que viajar en cantidades suficientes desde el músculo donde se aplica la inyección hasta el cerebro (atravesando la barrera hematoencefálica que protege este órgano y que no es fácil de cruzar para la mayoría de las sustancias) para terminar llegando al núcleo de suficientes células neuronales de forma que afecte a la expresión de proteínas de esas células, causando así un problema de salud, tal y como explica el médico e investigador en terapias genéticas David Gorski, autor de la página Science Based Medicine en este artículo

En este otro artículo Gorski explica que es tremendamente difícil e infrecuente que algo más de un pequeño porcentaje de células acepten el ADN externo hasta el punto de expresar un nivel detectable de proteínas diferentes. "Incluso aunque algunas células humanas, como las musculares, sean capaces de aceptar ADN extracelular de una forma muy poco eficiente, estas no integran ese ADN que entra en su célula; y si lo hiciesen lo harían de forma escasa y aleatoria: cada célula incorporaría distintos fragmentos de ese nuevo ADN en distintos puntos de su propio genoma". Así que difícilmente podrían generar suficientes proteínas ajenas como para desencadenar una reacción del cuerpo que resultase en el desarrollo de autismo (algo que de hecho no está probado que sea la causa real del autismo).

En resumen: si bien teóricamente no se puede decir que sea imposible que las trazas de ADN humano que puede haber en las vacunas sean las causantes del autismo, en la práctica lo es debido al alto número de fenómenos altamente improbables que tendrían que coincidir para que se diese, y no hay evidencias científicas de que esto haya ocurrido nunca. 

Correlaciones (engañosas) que no son causalidad

Pero podría ocurrir que, por algún mecanismo científico aun no conocido o mal estimado, la relación entre vacunas desarrolladas y producidas a partir de cultivos celulares humanos sí tuviese un impacto en los casos de autismo. Para comprobarlo pueden ser útiles los estudios epidemiológicos o poblacionales, que analizan la evolución en el tiempo de dos o más factores y la relación entre ambos.

Esta es precisamente la principal supuesta evidencia que los defensores de esta supuesta relación utilizan para apoyar su teoría. Deisher ha publicado un par de artículos (aquí uno de ellos) en los que asegura que al introducirse una nueva vacuna o una nueva dosis de una vacuna desarrollada con estos cultivos, el número de casos de autismo aumenta.

Y utiliza para ello tres eventos concretos. El primero es la aprobación en 1979 de la vacuna de la rubeola en Estados Unidos y el aumento en la proporción de diagnósticos de 1980; el segundo es cuando en 1988 se introdujo la segunda dosis de la vacuna de la triple vírica y el consiguiente aumento de la proporción ese mismo año; el tercero es la introducción de la vacuna contra la varicela en 1995 y el aumento de casos en 1996. ¿Irrefutable? No exactamente.

Para empezar, porque los datos que presentan estos estudios son tramposos. Por un lado, combinan distintas bases de datos que justamente se intercambian en algunos de los momentos clave. Por otro lado, estadísticamente es posible fragmentar y detallar los datos de forma que se produzca una rampa en las gráficas allá donde se desee.

Para seguir, también su interpretación está sesgada. El desarrollo o la introducción de una vacuna no son equivalentes a su aplicación generalizada. Esto no es tenido en cuenta en el análisis de Deisher. Tampoco que no todas las vacunas se ponen a la misma edad, mientras que los primeros síntomas de autismo se detectan entre los 2 y los 4 años, así que no tendría sentido que los aumentos en los diagnósticos se produzcan siempre el mismo año o como mucho el año siguiente de la introducción de nuevas vacunas.

Y para terminar, aun cuando los datos estuviesen correctamente empleados, referenciados y analizados, repetimos (una vez más) que en ciencia, correlación no implica causalidad. Es decir, que dos fenómenos que ocurren a la vez no están necesariamente causados el uno por el otro. Por este motivo los estudios poblacionales son interesantes y útiles como punto de partida para investigar un fenómeno, pero no sirven para concluir o demostrar que existe. Os dejamos de nuevo este artículo del nutricionista Julio Basulto que si bien se refiere a otro tema totalmente distinto, empieza con una clarísima explicación de qué es y cómo interpretar un estudio de este tipo. 

Ni hay ADN fetal ni hay evidencias de que cause autismo

Para terminar (y gracias, queridos lectores, si habéis aguantado hasta aquí) y como resumen: la teoría de que hay ADN fetal en las vacunas y eso es lo que causa el autismo no tiene evidencias ni sentido científico. 

El uso de líneas celulares humanas es un debate ético válido que no debería verse influenciado con mentiras como que hay ADN de fetos en las vacunas (cosa que no es verdad) y que eso causa autismo (cosa de la que no existe ninguna evidencia). 

Se trata de una vuelta de tuerca más al principal argumento de la corriente antivacunas que mezcla argumentos éticos e incluso religiosos pero que sigue teniendo las mismas evidencias que el argumento original: ninguno.