Esta es la historia de una comunidad afrodescendiente que le dijo “no” a los cultivos de uso ilícito, la minería a gran escala y la agroindustria. Hace diez años firmaron un mandato contra la guerra y los grupos armados. El Estado debe cumplir la sentencia que les restituyó sus derechos territoriales.
Textos y fotos: Ivonne Rodríguez González
“El gallo cocorocó, canta la una, canta las dos… El gallo cocorocó, canta la una, canta las dos… Repíquenme la campana, canta la una, canta las dos; repiquen con alegría, canta la una, canta las dos… Cuando vas para mi casa, canta la una, canta las dos… Subiste por el papayo, canta la una, canta las dos…. Canta para que mi madre diga, canta la una, canta las dos… La zorra se lleva al gallo, canta la una, canta las dos… Por el río bajan flores, canta la una, canta las dos. Por las playas caracoles…”
Una veintena de niños vestidos con trajes coloridos y usando su voz, palmas y piedras, entonan este canto a orillas del Yurumanguí. Este es uno de los principales ríos del municipio de Buenaventura, en el Pacífico vallecaucano, y la escena no es improvisada por la visita: es recurrente en San Antonio, una de las 13 veredas que componen el Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Yurumanguí, una comunidad afrodescendiente de 3 mil personas que resisten al conflicto armado. Lleva el nombre de Consejo Comunitario porque este es el que reconoce la propiedad colectiva de una comunidad negra; lo equivalente al Resguardo para los indígenas.
San Antonio está en la mitad de un territorio colectivo de 54 mil 776 hectáreas y es la segunda vereda con más población, con 604 habitantes. De casas de madera, colegio, cancha y dos embarcaderos, tiene una playa formada con piedras medianas en la mitad del río. Hace 20 años los niños no podían cantar ni jugar fútbol después de las clases, como en esta tarde de agosto de 2018. Para entonces, el frente 30 de la guerrilla de las Farc restringía sus actividades cotidianas, justo cuando buscaban la titulación colectiva. Una década después fueron los paramilitares del Bloque Calima de las AUC que también los confinaron y con una masacre borraron del mapa a la vereda El Firme. Luego vinieron los operativos del Ejército y las aspersiones con glifosato sobre la mata de coca.
Yurumanguí es el mejor secreto guardado de lo que puede ser el paraíso. Para llegar allí es necesario tomar una lancha en el embarcadero de la bodega Renacer, al lado del puente El Piñal de Buenaventura, donde hombres fornidos cargan a brazo y espalda gran parte de la madera que sale en barcos hacia Europa, Asia y otros países de América. Pese a las aguas aceitosas del puerto y las basuras que llegan a la orilla, las aves se zambullen y vuelven al cielo formando una “V” para continuar la travesía. Desde que el motorista enciende la máquina, el silencio se apodera de los pasajeros.
La contemplación comienza con el imponente Pacífico, que lanza gotas al rostro en el sube y baja de la marea. Dependiendo de su intensidad, el navegante hace un mayor trayecto por mar o se adentra por caminos zizagueantes de mangle donde crecen variedad de peces y crustáceos. Son por lo menos cuatro horas de recorrido por agua, enmarcados por un tupido bosque que le pone color al firmamento, casi siempre gris.
Antes de llegar a San Antonio, la primera parada es en Veneral del Carmen, la quinta vereda de abajo hacia arriba en contracorriente. Mientras llega la próxima lancha, una mujer señala con emoción desde el embarcadero: “Miren, ahí está la casa”. Con algunas maletas, ollas y comida, les explica a sus hijos que ese fue el lugar donde ella creció y de donde tuvo que irse hace 15 años por la violencia. Otra mujer, sentada en un banco de madera, recuerda la angustia de los años 2001 al 2003, el periodo de la expansión del paramilitarismo y los desplazamientos masivos hacia Buenaventura: “Esto fue muy duro, yo tenía a mis hijos pequeños y tuvimos que salir”.
Desde el balcón de su casa, ya en San Antonio, Dalia Mina habla pausadamente sobre la resistencia de su comunidad, explicando que Yurumanguí nunca perdió su territorio pese a la crudeza de la guerra. Mina es integrante del Consejo Mayor del Consejo Comunitario y es una autoridad no solo por su liderazgo sino porque es una de las tres promotoras de salud. Su contextura fuerte contrasta con su voz pausada y la nobleza con la que se dirige a niños y adultos. “Mamá Dalia”, como le dicen, habla sobre la necesidad de que existan proyectos productivos para el progreso de la gente: “Si no los atendemos, la gente se desplaza. El desplazamiento ha sido por el conflicto y la falta de atención del Estado”.
La comunidad está convencida que su fortaleza está en la unión, pero también en el mandato que acordaron en el año 2007: “Soy yurumanguireño de respeto: no siembro ni consumo coca, apoyando la erradicación manual”. El letrero puede verse en varias casas y en la entrada de algunas escuelas. El mensaje ha calado en cada rincón y así como los niños cantan con propiedad sobre las riquezas de su río, saben que “la mata no mata” sino su transformación en clorhidrato de cocaína.
Quien explica la historia que motivó el mandato es Mario Angulo, coordinador del Proceso de Comunidades Negras (PCN). Él hace parte de la treintena de líderes que el 18 y 19 de agosto de 2018 viajaron hasta San José de Las Playas para analizar la sentencia de Yurumanguí. El recorrido por río para llegar a esta vereda de 355 habitantes es de hora y media, dependiendo de la lluvia y la corriente. Reunidos en una casa comunal, escuchan sobre la importancia de estudiar el fallo que dictó el Tribunal de Restitución de Tierras de Cali el 18 de diciembre de 2017, pero del que sólo supieron hasta febrero siguiente. “El proceso no es de una comunidad; es de todas. No importa por cuál se haya empezado, esto es integral y colectivo”, explica.
Angulo se refiere a la restitución de derechos territoriales. Cuando fue aprobada la Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, el Gobierno reconoció que era distinto restuir a campesinos, afrodescendientes, indígenas y al Pueblo Rom. Mientras a un campesino víctima del conflicto armado se le restituye una parcela, a una comunidad étnica se le restituye un territorio colectivo. Así fue expedido el Decreto 4635 de 2011 con el que Yurumanguí pudo reclamar sus derechos y lograr la sentencia, la segunda para una comunidad negra en el país. Pero su lucha no es solitaria.
Después de compartir un tapao, el plato típico de pescado y banano cocidos, Angulo recuerda que este proceso inició en 2007 cuando el PCN comenzó a redactar una propuesta autónoma de reparación colectiva para los 13 Consejos Comunitarios del Pacífico Sur: “Nos encontramos en Buenaventura para hacer una revisión de toda la reconstrucción de las comunidades que habitan los ríos del Pacífico. El enfoque se basó en la pregunta: ¿Qué reparar? Y es el territorio, porque somos parte de él; reparar todos esos factores de daño que fueron facilitados por el conflicto armado y que generaron el rompimiento del tejido social”.
Hace 11 años los yurumanguiñeros determinaron que la mata de coca, aunque no tuviera la culpa, es un factor de riesgo para la presencia de actores armados, el reclutamiento, la prostitución y el asesinato de sus líderes. Por eso acordaron su principal mandato, el mismo con el que defienden su territorio, bordeado por los ríos Naya y Cajambre donde la mata de coca prolifera.
El segundo día en San José de Las Playas es de trabajo y fiesta a la vez. La noche anterior hombres y mujeres bailaron hasta el amanecer, celebrando una semana más de labores, pero temprano llega la noticia que hay “chigualo”. Eso significa que un bebé ha muerto y que todos más tarde lo recibirán con flores, música y danza porque ese niño se convertirá en su protector. Mientras tanto, los líderes se reúnen en la parte alta de la vereda donde está la iglesia. En círculo, los asistentes se preparan para espantar los espíritus del sueño y entonan varias estrofas.
“Cuando el negro crea en el negro, ya podemos cantar libertad, ¡libertad! Cuando el negro crea en el negro, construiremos la fraternidad. Bienvenidos mis hermanos, la asamblea comenzó, ya escuchamos lo que Dios nos habló. Ahora sí ya estamos claros, ya podemos continuar… Cuando el negro crea en el negro, ya podemos cantar libertad, ¡libertad! Cuando el negro crea en el negro, construiremos la fraternidad… Todos nos comprometimos, en presencia del Señor, a construir en este mundo el amor y a luchar por los hermanos, nacerá comunidad, Cristo vive en la solidaridad…”
La palabra la toma Leila Andrea Arroyo, líder del PCN, y da la instrucción de leer por turnos las 141 páginas de la sentencia de Yurumanguí, “revisando si las órdenes están cerca o lejos de las pretensiones de la comunidad”. El documento inicia con los antecedentes, un resumen de los hechos de violencia que pronto ponen en contexto las acciones de los grupos armados. La coca entró a su territorio en los años 90 y la comunidad, en medio del conflicto, logró declarar el territorio libre de esta en 2002.
Pero su esfuerzo fue en vano porque entre 2004 y 2005 las matas reaparecieron y al igual que una década atrás, arrancarlas era igual a ser asesinado por los paramilitares. Una vez las AUC se desmovilizaron y el PCN recibió apoyo de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la Organización de los Estados Americanos (Maap-OEA) y el Ministerio del Interior, los yurumanguireños firmaron el mandato y el 9 de noviembre de 2007 hicieron la primera erradicación manual. No fue fácil. Para entonces, fóraneos se habían instalado en la parte baja del territorio a cultivar la coca.
En los siguientes años el conflicto no mermó. En 2010 el Ejército intensificó los operativos, que incluyeron sobrevuelos y bombardeos al territorio. Los que no se desplazaron por las balas, lo hicieron entre 2012 y 2015 cuando las aspersiones con glifosato sobre los ríos Naya y Cajambre llegaron hasta Yurumanguí y el químico echó a perder todos las cosechas, incluyendo el coco, el lulo y las hierbas medicinales.
Las fumigaciones contra los cultivos de uso ilícito comenzaron en Colombia a finales de los años 70 y con glifosato, desde el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986). A principios de los 90 el Ministerio de Salud expresó sus dudas sobre sus efectos colaterales, pero su uso se generalizó en el año 2000, con la implementación del Plan Colombia, la política antidrogas financiada por el gobierno de los Estados Unidos.
Pese a las marchas cocaleras y a la exigencia de las comunidades de planes alternativos de desarrollo, el Gobierno Nacional sólo prestó oídos en 2014, cuando en marzo la Corte Constitucional solicitó la suspensión de las fumigaciones bajo el principio de precaución; un mes después los equipos negociadores del proceso de paz Gobierno-Farc anunciaron el acuerdo sobre el cuarto punto, el de solución al problema de drogas ilícitas. Sin embargo, fue hasta octubre de 2015 que el Consejo Nacional de Estupefacientes y la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales coincidieron en suspender el uso del glifosato por sus efectos cancerígenos.
A Yurumanguí la amenaza de la coca volvió en 2016, cuando un grupo de 50 habitantes llamado el “Buen Vivir” expresó que deseaba sembrar la mata y permitir la minería mecanizada, a falta de oportunidades laborales. Estaban desesperados. Para esa época, ya había pasado un año desde que la Unidad de Restitución de Tierras (URT), la institución creada para recibir las solicitudes de restitución y presentarlas ante un juez especializado, había radicado la demanda del Consejo Comunitario.
Siguiendo la experiencia de 2007, la comunidad convocó a una nueva asamblea para preguntarle a la gente qué pensaba de la propuesta. En octubre de 2016 los habitantes de las 13 veredas se reunieron y con cantos y declamaciones concluyeron: “Yurumanguireño que se respete, no consume ni cultiva coca”. Ante los interrogantes del grupo del Buen Vivir sobre opciones de trabajo, los líderes se comprometieron a tocar puertas institucionales para gestionar recursos.
El primer intento no fue fácil. Cansados de recibir “no” en las instituciones, buscaron apoyo del Instituto de Estudios Interculturales (IEI) de la Universidad Javeriana de Cali, el equipo de académicos que los acompañó en el proceso de identificar los daños causados por el conflicto y presentar la demanda ante la URT. Con el apoyo de los profesionales aprovecharon la poca conexión a internet y diseñaron una estrategia de donación de dinero, más conocida como crowdfunding.
La comunidad estaba dispuesta a sembrar arroz orgánico y pensaron que con 20 millones de pesos podían sacar una buena cosecha. En abril de 2017 la plataforma digital de donación ya estaba habilitada y 30 personas donaron tres millones de pesos. Con apenas 15 por ciento del presupuesto, los yurumanguireños sembraron el cereal. “Sí dio resultado, llevamos a la Expoferia de Buenaventura y vendimos un saco. A la gente le gustó que fuera sin químicos”, recuerda Dalia Mina. Sin embargo, por falta de recursos y asistencia técnica, sembrar arroz para la venta sigue siendo solo un proyecto.
Ocho meses después los magistrados del Tribunal de Restitución de Tierras de Cali dictaron sentencia a favor de la comunidad, que en medio del proceso vino a enterarse que tenía dos opositores: la familia Dussán, que alegaba tener títulos de propiedad del año 1745 y la compañía minera Pacific Mines S.A.S, dedicada a la extracción de minerales de uranio y de torio, que señalaba haberle comprado a los Dussán en 2011. Los yurumanguireños no conocen ni al primero ni al segundo “porque nunca vinieron a nuestro territorio”, repiten en la reunión de San José.
La sentencia de Yurumanguí es tan importante como la Ley 70 de 1993, que reconoció la propiedad colectiva a las comunidades afrodesdendientes. El fallo impide que se pongan en marcha, por ejemplo, los permisos de concesión minera que Pacific Mines había logrado en 2013. Los magistrados son contundentes en que cualquier intervención de este tipo debe ser consultada con el Consejo Comunitario. La decisión además contiene 23 órdenes, asignándoles responsabilidades a diferentes instituciones del Estado para reparar de forma integral a la comunidad (Lea el fallo).
Es por eso que leídas las órdenes, Jorge Aramburo, conocido como Naka Mandinga en honor a sus ancestros africanos, dice en voz alta: “debemos construir mecanismos de exigibilidad de esos derechos. Lo que dice la sentencia es bonito, reconoce una cantidad de cosas, pero la pregunta es cómo hacemos eso real y efectivo”. Naka perdió a siete de sus familiares, masacrados en 2000 después de exigirle a los actores armados que respetaran el territorio. En 2007 fue uno de los promotores de la erradicación de las matas de coca, cuando comenzó el mandato.
El fallo del Tribunal es la inspiración para los otros 12 Consejos Comunitarios del Pacífico Sur que esperan que sus reclamaciones lleguen a los despachos judiciales. Su lucha tiene que ver con la defensa colectiva por la alimentación, formas de gobierno y lenguas propias. “Qué las futuras generaciones coman tapao de canchimalo (pescado) con banano”, reitera con voz enérgica Leila Andrea Arroyo, mientras los líderes toman apuntes de lo que seguirán discutiendo durante la jornada.
El temor de la reactivación de la coca volvió en agosto de 2018, justo unos días antes de la reunión, cuando corrió el rumor que un yurumanguireño la había cultivado. La comunidad se reunió con la familia, le recordaron el mandato y verificaron la erradicación. Su mecanismo de prevención es la tonga, equivalente para el caso indígena a la minga, una reunión en la que el protagonista es la palabra. Allí llegan a acuerdos y hacen trabajo comunitario. Ya hubo tonga en el norte del Cauca, Yurumanguí y a finales de ese mes en Tumaco, el puerto nariñense.
Sobre una cartelera, los líderes ya apuntaron unas 10 acciones para hacerle seguimiento al cumplimiento de la sentencia. Una de estas, que la comunidad debe sentarse a pensar, es qué quieren producir para comercializar. A los de El Encanto y Barranco, las primeras veredas del recorrido, les gustaría fortalecer la pesca para lograr buenas ventas en Buenaventura. Para ellos, el puerto ha sido un refugio al desplazamiento, pero también donde el rebusque tiene un precio muy alto en medio de la violencia y la pobreza.
A La comunidad le gustaría además tener su propio trapiche para no tener que comprar la panela. Así como un molino para procesar la papa china, el tubérculo base de su alimentación. En la parte alta, las veredas quieren una machimbradora para transformar la madera y trabajar el oro que barequean ancestralmente en época de verano. Por eso, el anuncio del 12 de septiembre de 2018 del presidente Iván Duque los dejó con los “pelos de punta”. El mandatario dijo que el Gobierno trabajaría en unos protocolos para reactivar el uso del glifosato en la erradicación de cultivos de uso ilícito. Ellos no quieren salir más del territorio sino escuchar las canciones de sus niños a orillas del río:
“A lo largo del Pacífico, hoy se mira muy bonito. Tiene bonitos paisajes, donde cantan parajitos. Estamos en nuestro río, hay muchas cosas que ver, sus agüitas que son claras… A lo largo del Pacífico, hoy se mira muy bonito. Paseamos con la batea y sacamos el orito. De este río no nos vamos, aunque estemos muy viejitos. Aquí se come la figua, chontaduro y el caimito. También el maíz, para hacer el envueltico. Bailamos el currulao, que se mira muy bonito, coqueando las parejas, zapateando los negritos...”, cantan los niños en la vereda Santa Antonio a orillas del Yurumanguí, el cauce de sus resistencias.