A Bogotá, la ciudad del cansancio, del ruido, del frío, del comercio directo que a veces perturba… la de los trancones, han migrado por más de 60 años diferentes personas buscando oportunidades o, simplemente, salvar su vida. Entre las muchas víctimas del conflicto armado hay unas que rompen con las formas tradicionales de ver el mundo; son víctimas que no han sido reconocidas y que, para la sociedad y el gobierno, siguen ocultas. Unas usan labial, se ponen tetas y andan en tacones. Algunas mueren defendiendo su identidad. Otras construyen su cuerpo de una forma diferente: “sin agresiones”. Son las mujeres trans. También, dentro de este mismo grupo, con experiencias de vida y corporalidades tangencialmente diferentes, están los hombres trans, de ellos tampoco se habla. De hecho, según el Informe de Derechos Humanos de Colombia Diversa, en el 2015 fueron asesinados 33 hombres y mujeres trans; una de las cifras más altas de los últimos años.
Esas dos palabras: ‘mujeres trans’, describen diferentes experiencias de vida, corporalidades y realidades. Por transgredir la norma social y el discurso político dominante, las historias de estas personas suelen estar cargadas de violencias. En nuestro país, según el Informe de Derechos Humanos de Colombia Diversa, en tan solo seis años fueron asesinadas 339 personas por su diversidad sexual o de género; 87 de ellas eran mujeres trans.
En una casa esquinera en la calle 36, en la localidad número 13 de Bogotá, está ubicado el Centro LGBT de Teusaquillo. Una bandera de la diversidad cuelga de una ventana enmarcada en una fachada beige con piedra. Unos minutos después de encontrar la casa y llenar un formulario en la entrada apareció una mujer morena, alta, en jeans y con un café en la mano. Nos saludamos y me dijo que me atendería arriba.
A Charlotte Callejas la conocí por Manuel Velandia, el primer colombiano homosexual incluido como víctima del conflicto armado en el Registro Único de Víctimas de Colombia en el año 2014. Velandia, que no quiere ser reconocido solo como víctima, me dijo que la experiencia de Charlotte era fundamental para entender lo que estaba investigando: a las mujeres trans en el conflicto armado. Ella es, como me dijo en medio de la conversación, una mujer sin etiquetas. Sabe que debe tomar la categoría de mujer trans como un acto político de reivindicación, pero desearía, en algún momento, no tener que hacerlo.
Como cubana, Charlotte llegó a Colombia huyendo de las persecuciones políticas que vivió en su país por hablar de derechos humanos. Acá encontró un contexto menos hostil; pero no por eso sencillo, y se convirtió en un referente de los derechos humanos, el conflicto armado y las mujeres trans. “Para mí el cuerpo es un territorio de expresión y de construcción de paz. En la medida en la que yo me construya, me reivindico desde donde yo quiero. Mientras me sienta en paz conmigo misma, también lo puedo transmitir a los otros y construir paz desde ahí”, expresa.
El cuerpo es un lugar político que transmite mensajes. Es un lugar que todas las personas habitamos de formas consientes o inconscientes; nos sitúa de una manera o de otra en determinados contextos. En el caso de las mujeres trans, su cuerpo niega el modelo básico de la masculinidad y eso produce diversidad de violencias; algunas de ellas están directamente relacionadas con el conflicto armado. En la lógica de los actores de la guerra las personas torcidas (gais, trans, lesbianas y bisexuales) debían ser alineadas, castigadas y enderezadas. Violar, desplazar y esclavizar eran parte de esos procesos correctivos.
Charlotte me contó que tuvo la posibilidad de conocer a varios de los actores del conflicto armado. Sin etiquetas ni nombres de grupos conversó con ellos. “Tocamos algunos puntos sobre las percepciones que tienen de las personas trans. Sobretodo tienen que ver con las creencias de que nosotras vamos contra natura. Esto ligado a preceptos, normas y cánones de ideologías católicas que han permeado la sociedad colombiana; y aspectos sociales y culturales que la gente asociaba a las trans como delinquir, robar, la pedofilia o la corrupción de la infancia”. La violencia ejercida contra las mujeres trans en el conflicto armado fue justificada y aprobada socialmente bajo estas creencias.
La violencia por parte de los actores del conflicto ha sido clave para la consolidación de órdenes sociales en los discursos de limpieza y control social. Pero las mujeres trans también han sido víctimas de violencias estructurales e institucionales. Para ellas, ni con la muerte se logra el reconocimiento de su identidad.
Una muestra de ello son los datos recolectados por el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica que, durante 30 años, registró 170 víctimas de violencia sexual y 20 de desaparición en la población LGBT. De la otra mitad del conflicto, esas otras tres décadas, poco sabemos los colombianos.
Estos datos, sin embargo, están incompletos por la falta de reconocimiento de las colectividades trans, un problema que no se corregirá pronto. En el más reciente Censo realizado en Colombia, durante el año 2018, ni la identidad ni la orientación sexual hicieron parte de las formas de reconocimiento de los colombianos, una forma de violencia simbólica que el director y cofundador de Dejusticia, César Rodríguez Garavito, calificó para aquel entonces como una manera de decirle a una persona: “usted no existe, no registra”.
Para Charlotte, “las violencias más fuertes venían de los paramilitares y la fuerza pública, sin querer decir que los guerrilleros no lo hayan hecho”. En el marco del conflicto armado en Colombia y en medio de la construcción de patria que se estaba llevando a cabo, para los paramilitares, la fuerza pública y los guerrilleros las personas trans no hacían parte de la norma social. Ellas violentaban la figura de poder más importante en su lógica: ser hombre; pues las estructuras armadas se venden como masculinas y heterosexuales. Su cuerpo era un territorio transgresor, difícil de leer, de interpretar y además poseedor de placer. Desaparecer a las personas trans, someterlas al desplazamiento y al trabajo forzado eran formas evidentes de querer eliminar la otredad. “Las mujeres trans se encargaban de los trabajos domésticos asociados al cuidado, a limpiar, cocinar e incluso a ser las compañeras sexuales de actores del conflicto armado”, dice Charlotte.
Después de terminar la entrevista con Charlotte, le pregunté si conocía a alguien que quisiera contarme sus posturas sobre el conflicto armado y la violencia contra mujeres trans. Me dijo que sí.
Bajamos las escaleras y entramos a lo que parecía la parte administrativa del Centro LGBT de Teusaquillo. Eran las 5:40 de un viernes en la tarde. En la habitación había tres mujeres. Charlotte entró y detrás de ella entré yo. Me presentó y les explicó por qué me encontraba ahí: que estaba haciendo una investigación periodística. Una de ellas estaba apoyada contra la puerta y la interrumpió.
Después me tocó el hombro, se presentó y me dijo que “apuntara” su número.
Mientras Charlotte seguía explicando mi trabajo, detrás de la única mesa en la habitación se escuchaba el tecleo del computador en el que estaba sentada una mujer vestida de negro, uñas rojas y gafas. Charlotte le dijo que sería una buena oportunidad hablar conmigo sobre su experiencia como víctima del conflicto armado. Ella, con una sonrisa cortés, pero incómoda, paró de escribir, me miró y me dijo: “Mi amor, no es que yo tenga algo en tu contra, pero estoy cansada de que me utilicen para ganar plata y revictimizarme con mi historia. Busca a alguien más”.
Le expliqué que no buscaba su historia sino su postura política frente al tema. Después de mi respuesta, me sonrió y dijo: “¿Qué voy a tener yo a cambio, o qué vamos a tener nosotras las personas trans con tu historia?”. Le contesté que un espacio político para hablar sobre la violencia en el marco del conflicto armado. Paró de escribir, me miró de nuevo y me dio su teléfono; de todas formas, me advirtió, que no estaba interesada y que le tenía que enviar una propuesta seria de la investigación para poder hablar con ella. No quiso hablar ni tampoco ser citada. No sería la única.
A esa mujer, recordé, la había visto en el barrio Santafé. Fue unos meses antes en ‘La noche de los mil faroles’, una marcha convocada por mujeres trans. Ese día el Caidsg (Centro de Atención Integral a la Diversidad Sexual y de Géneros) celebró su sexto aniversario. La marcha tenía como fin llevar luz y romper estereotipos en los establecimientos ubicados en el barrio.
Después de un par de actos protocolarios: presentación de las entidades gubernamentales y no gubernamentales, empezó el recorrido. Este barrio, en pleno centro de Bogotá, queda en la calle 22 con avenida Caracas. Es, al mismo tiempo, zona de tolerancia y residencial. Al frente de la marcha estaba el carnaval con tambores y reinas de belleza; atrás el resto de las personas que asistimos al evento. Era de noche, las luces de las discotecas titilaban, había muchas personas en la calle, las casetas de comida estaban abiertas y salía vapor de sus cocinas. Había ruido, mucho ruido. Corrían niños y caminaban personas. Sin embargo, todas las personas nos miraban, se enfocaban en la marcha. Se asomaban por las ventanas de los inquilinatos y salían a la puerta de las discotecas. Había algo que distinguía a algunos: las risas y los insultos. ¿Qué les causaba risa? ¿Por qué una marcha producía estas reacciones?
Definitivamente, el lugar político que ocupaba la marcha y las personas trans explicaba algo que ante mis ojos no era evidente esa noche. En Colombia, y en gran parte del mundo, transgredir las normas institucionalizadas y tradicionales del sexo y el género tienen un precio. Las mujeres del centro tenían razón, ser trans es ser una víctima de diversidad de violencias en Colombia.
Esa noche no fue la primera ni la última vez que estuve en el barrio Santafé. Asistí varias veces y me contacté con organizaciones que se encuentran en la zona. Hablé con mujeres trans y víctimas del conflicto armado y escuché sus posturas políticas. Sin embargo, en el discurso de todas, como en el de la mujer de la casa LGBT de Teusaquillo, había algo en común: estaban cansadas de contar sus historias. De repetirlas, decían. De hacerse víctimas de nuevo en cada relato.
Algunas se sentaron y me contaron su vida; otras lo que pensaban del conflicto armado y ser trans dentro de ese contexto. Todas me pidieron lo mismo: “No menciones nuestra historia ni nuestros nombres”. El silencio que pedían las mujeres con las que había hablado decía algo entre líneas.
Adriana Serrano trabajó como asesora, investigadora y líder del equipo de género en el Centro Nacional de Memoria Histórica. Pensaba que ella, como investigadora, podría explicarme las razones de ese silencio.
“Los procesos de memoria deberían ser un proceso, justamente. Un ejemplo de esto es la mesa LGBT de la comuna 8 de Medellín, Villa Hermosa, que son el primero sujeto de reparación colectiva LGBT no solo del país, sino del mundo. Aquí el proceso de involucramiento fue distinto. Ellos participaban en la producción de todo, pero después hacían un proceso por ellos mismos. El trabajo final no eran los productos que se llevaban a cabo, sino el proceso. Esto eran iniciativas de memoria histórica colectiva. Éramos acompañadores, no hacíamos el proceso. Ellos decidían qué se hacía y qué no se hacía, nosotros solo los acompañábamos y garantizábamos la calidad de los productos.”, dice Adriana. En muchos casos lo que ocurre es la extracción de la información y el usufructo de la imagen de las personas. Mientras brindan la información se exponen públicamente sin obtener un beneficio a cambio.
¿Hasta dónde quiere llegar la víctima? ¿Qué obtiene de contar su historia? ¿Qué otros caminos existen para explicar la realidad?
Como contraprestación, las comunidades que hacían parte de los proyectos del CNMH podían incluir en sus hojas de vida la participación como investigadores y tenían capacitaciones de manejo de recursos y herramientas tecnológicas. Adriana cuenta que en una ocasión unas mujeres trans le dijeron: “Estamos mamadas de ser usadas. Tenemos muchas cosas que contar y que no se han dicho. Pero primero necesitamos que algo nos quede a nosotras. Además, muchas veces debemos tomar elecciones estratégicas: salir a trabajar para comer o atender un taller o una entrevista”. No en todos los procesos periodísticos o de investigación es necesaria la voz de las víctimas, advierte. En muchas ocasiones, como es en este caso, su silencio tiene un valor que también es político y debe de ser leído. Un sentido que refleja una realidad que muchas veces queremos ignorar: las víctimas más allá de víctimas son personas que merecen reconocimiento y no necesitan un periodista para escribir sus propias historias.
Las colectividades trans están expuestas a múltiples violencias sobrepuestas. Estas no surgieron del conflicto armado, sino que se intensificaron en él. Muchas veces fueron excluidas a zonas de tolerancia, controladas por actores del conflicto. “Entonces ejercen un control en términos de seguridad y moralidad: quiénes pueden y quiénes no pueden estar; quién es, quién no es, cómo puede ser y en qué condiciones. Muchas veces la violencia aparece porque rompes ese lugar que te es asignando”, expresa Adriana.
Unos meses antes de esta investigación conocí a Manuel Velandia y su discurso político. Su relato encarna la historia de las colectividades LGBT en este país: la persecución, violencia y resistencia. Después de recibir amenazas y un atentado en su contra abandonó el país, pero hace seis meses regresó, al parecer para quedarse. Me recibió en su casa un miércoles al medio día, en chancletas y con su pelo azul para conversar sobre el conflicto armado y las colectividades trans.
Quién mejor que Velandia para hablar de la mal llamada comunidad LGBT, que es todo menos L, B y T. Las colectividades LGBT en Colombia han estado ligadas a la G, el resto de las letras se han perdido. Los primeros en hacerse visibles fueron los hombres homosexuales desde la academia. “Es un movimiento de maricas blancos”, me diría Velandia en algún momento.
Después de sentarme en su sala y conversar un rato, me comentó acerca del conflicto armado. “La limpieza social es un acto directamente ligado al conflicto. Las personas trans, los trabajadores sexuales y los hombres amanerados han sido sus principales objetivos. Con el surgimiento del conflicto armado aparecieron organizaciones como ‘Muerte a Homosexuales’, ‘Amor por Manizales’, ‘Amor por Medellín’ y la conocida ‘Mano Negra’. En el sentido de que los paramilitares siempre han pensado que ser hombre es no ser mujer, y poner el culo es ser mujer. Por eso te matan. No hay un discurso detrás de esa vaina. En el conflicto armado había un asesinato sistemático a esas personas”.
Las mujeres trans eran las principales víctimas de los actores del conflicto armado y los castigos eran para quienes rompían visiblemente la norma heterosexual. Sin embargo, esto aún no se reconoce. Muchos de estos grupos, que persiguen a las personas por su identidad de género y orientación sexual, todavía existen e interactúan con frecuencia en redes sociales incitando el odio.
El cuerpo de estas mujeres ocupa un lugar político transgresor de la norma social que establece una sola categoría posible, ser hombre. Las trans tienen una doble exclusión; primero no se quedan en el modelo masculino y segundo asumen un modelo que de por sí ya es vulnerado: el de la mujer. Las mujeres trans son violentadas por ocupar cuerpos masculinos transformados en femeninos. En el marco del conflicto armado la violencia se consolidó como un instrumento de control político y el medio para construir lo que cada actor del conflicto consideraba como patria. Ser una persona trans en medio del conflicto armado no hacía parte de las propuestas de patria, del país que planteaba la guerra.
Cuando una mujer trans sale a la calle, me diría Manuel, “lo que molesta es el amaneramiento del género. Usted no vive el género como debe ser. Pareciera que las personas no hacen un ejercicio de libertad, sino un ejercicio de perversión de la cultura. Y desde ese ejercicio de perversión hay una negación del otro como un auténtico otro… Lo femenino no está en la vulva sino en la mente, al igual que lo masculino no está en el pene”.
Los cuerpos juegan un papel determinante en las problemáticas de violencias y vulneración de derechos en materia del conflicto armado. Son perseguidos, violentados y raptados.
Según los datos del Registro Único de Víctimas en Colombia hay 1.818 víctimas de los sectores LGBT y 2.345 casos de violencia. Ocurrieron hechos victimizantes como desplazamiento, amenazas, torturas, desaparición forzada y secuestros. Sin embargo, estas cifras no están completas porque las víctimas no se atreven a denunciar por la falta de garantías y nadie habla mucho del tema.
Muchas veces se cree que el único factor victimizante es la muerte. Cuestiones como el trabajo forzado o la violencia sexual no se perciben y, de hecho, se piensa que hace parte de la experiencia de ser trans. Que ser ‘corregido’ es una prueba. Se cree que son violencias que no están directamente relacionadas con el conflicto armado, pero sí lo están porque sus perpetradores son actores de la guerra que ejercen control por medio de la violencia. Sobre todo, si son personas que no hacen parte de su discurso y transgreden la norma establecida.
En la vida social en Colombia lo femenino tiene un valor específico. El conflicto armado irrumpe sobre esos valores éticos y morales y los utiliza como justificación de las violencias ejercidas. Los actores armados deciden qué feminizar y cómo. Y utilizan el cisgénerismo y la heterosexualidad como norma. Es un cultivo ideológico que busca aniquilar la diferencia.
“Este trabajo fue elaborado con el apoyo de Consejo de Redacción y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2019 del curso virtual Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de ninguna de las dos organizaciones”.