Santa Rita, con 163 viviendas, está ubicada en el norte de departamento del Huila, sobre la cúspide de una de las cadenas montañosas que demarcan el flanco oriental de la cordillera central, en límites con el sur del departamento de Tolima. Según la memoria de la comunidad, se podría haber llegado a pensar que en Santa Rita los árboles de guayabas, después de florecer, cargaban niños, pues era común verlos colgándose de las ramas, uniformados con la sudadera verde de la institución educativa que lleva por nombre el de la vereda.
La guerra, que bajó diariamente por esa cadena montañosa, no acabó con el juego que los niños, generación tras generación, han nombrado como guayabazos y que implica tirarse unos a otros la noble fruta, en una analogía ingenua con la violencia que ha marcado la historia de las dos últimas décadas de la vereda, del municipio, del departamento. El Observatorio de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, de la Presidencia de la República, documentó en un informe del año 2003, que las Farc aprovecharon la zona de distensión otorgada por el gobierno de Andrés Pastrana, durante el fallido proceso de paz que se desarrolló entre noviembre de 1998 y febrero de 2002, para hacer del Huila un corredor estratégico que les permitía llegar y llevar armas y droga a los departamentos de Cauca y Tolima.
Divier Alexander Jiménez vio la luz de la vida justo por ese tiempo, en el año 1999. Creció en una empinada finca, escuchando a los mayores hablar de café, y susurrando historias de la guerrilla y el Ejército, mientras afinaba el gusto por las guayabas; gusto que lo impulsó, el 25 de marzo de 2010, en un cálido mediodía, a meter su pequeño cuerpo por un agujero que tenía la malla del colegio, justo por el costado en el que la institución educativa limita con el matadero de la vereda. Su objetivo era alcanzar un árbol de guayaba. Tras él fueron otros niños.
Mientras Divier hacía su maniobra infantil, hacia las 12:15 de la tarde, una camioneta entró a alta velocidad por la pendiente que da la bienvenida al caserío. Al llegar, frente a la iglesia, giró a la izquierda en dirección al lugar donde se sacrifica el ganado para el consumo de la vereda. Y allí, en inmediaciones al matadero y al centro educativo, un grupo de cinco hombres descendió del vehículo, con armas largas, disparando contra la población que se encontraba haciendo compras, preparando tulas de café para enviar a Neiva, cogiendo guayabas. El sonido de las balas se mezcló con los gritos de espanto de niños y profesores que buscaban refugio en los salones.
Cuando Divier intentaba volver hasta la malla, espantado por el apabullante ruido de los proyectiles, la esquirla de una de ellas entró en su cabeza, cortándole de tajo la vida. Otras balas acabaron con la humanidad de Jorge Eliécer Soto Mahecha y Luis Miguel Gaviria Céspedes. A José Guillermo Valencia Perdomo, de once años, una bala le alcanzó la planta de uno de sus pies.
Jeremías Garzón Garzón, profesor de español de la Institución Educativa de la vereda, recuerda que por esos años se había vuelto costumbre para los habitantes vivir con la zozobra que generaban los movimientos del Ejército Nacional y de los guerrilleros. En esta zona tuvo presencia el Frente 66 -Joselo Losada-, de las Farc, al mando de Abel Tavera Jaramillo, alias ‘Pedro Nel’, muerto en combate el 12 de marzo de 2015. “Una dinámica insurgente que incluso ya tenía lugar en esta geografía antes de la consolidación del Comando Conjunto Central del extinto grupo al margen de la Ley (Farc), en tiempos de las guerrillas liberales y comunistas, y la violencia bipartidista”, explica desde la Universidad Surcolombiana, el investigador en conflicto armado colombiano, William Fernando Torres. “A uno le dicen cómo actuar en regiones sumergidas en el conflicto. Pero nunca pensamos que el conflicto llegaría hasta el interior de las aulas”, manifiesta Garzón, tratando aún de entender ese trágico 25 de marzo.
La misma explicación busca Karen Melissa Rivera, cuando recuerda cómo lo que le ocurrió a su compañero de cuarto de primaria, Divier Alexander, la puso cara a cara con la muerte y la guerra. Entre lágrimas, que parecieran haber estado contenidas durante ocho años, recuerda que ese día se encontraba jugando con otros niños en el polideportivo -contiguo a la Institución- cuando vio pasar una camioneta a gran velocidad, desde la que salieron hombres disparando. A pesar del miedo, corrió hasta un salón de clase, donde estaban los maestros y algunos estudiantes resguardándose del ataque.
Cuando los sonidos de las balas aún se diluían en el aire, Jorge Emilio Ramírez Vanegas, enfermero y dueño de una pequeña droguería, se llenó de valentía y salió de su negocio, dispuesto a prestar los primeros auxilios a las víctimas. “Me identifiqué con una bata blanca, y los hombres que estaban armados apuntaron contra mí”, recuerda. Lo señalaron de colaborar con las Farc-EP, por el trabajo humanitario que hacía. Eso no le importó. Continuó con la búsqueda de personas heridas. Entró al centro educativo, y allí encontró a José Guillermo Valencia Perdomo, de 11 años de edad, herido en un pie.
Tras brindar auxilio al estudiante, caminó hacia un lugar contiguo al colegio: el matadero. Y allí, en lugar de encontrar animales sacrificados, encontró el cuerpo de Divier, sin signos vitales. “Era un niño muy piloso que se hacía querer”, dice, mientras camina por el espacio en el que estuvo tendido el cuerpo del menor, ocho años atrás, cubierto por una bata blanca, a escasos metros del árbol de guayaba.
Frente al cadáver, y en medio de los sollozos de los familiares de las víctimas, de los maestros y de los estudiantes, Jorge Emilio encendió su cámara y comenzó a hacer improvisadamente un video, narrando lo que presenciaba. Lo subió a YouTube para que todo el mundo supiera lo que allí había ocurrido. Por cuenta de eso “vinieron los chantajes, diciendo que yo era auxiliar de la guerrilla. Me decían -quédese quieto que cualquier cosa le puede pasar-, pero yo seguí normal frente a la prensa. Aquí estuvieron CM& y RCN. Y, cómo le digo, para nadie es un secreto que las tropas vinieron a disparar indiscriminadamente sin medir las consecuencias”, relata el enfermero y apunta que “lo que más dolió es que hicieran pasar en emisoras a este niño como guerrillero. El niño tenía el uniforme de estudiante. Es ahí donde uno entiende los falsos positivos”.
Según el informe de necropsia, Divier fue impactado en el rostro por una esquirla de proyectil de arma de fuego que le causó la muerte por choque hipovolémico y neurogénico secundario.
Ese 25 de marzo, José Guillermo Valencia Perdomo se levantó a las cinco de la mañana a preparar el desayuno para sus hermanos, como lo hacía cotidianamente. Acto seguido, marcharon rumbo a la Institución Educativa Santa Rita, que se encontraba a una hora de camino. Debían llegar a las siete de la mañana.
“Estábamos pasando la jornada normal con todos mis compañeros. Salimos a formar para recibir nuestro almuerzo y, junto a un compañero, nos pareció fácil irnos hacía el basurero a intentar encontrar lapiceros, ya que no teníamos. Mientras tanto, Divier estaba en el matadero con otros amigos de clase y con mi hermano, bajando guayabas. Cuando estábamos esculcando la basura, escuchamos disparos. Mi compañero salió corriendo y yo me quedé para ayudar a tres niñas que estaban en el lugar. Entonces, vi cuando uno de los hombres disparaba por detrás de la escuela como loco. De repente sentí un quemonazo en el pie. Empecé a avanzar saltando sobre el que estaba sano. En esas me encontré con la personera y otras estudiantes, ellas me ayudaron a entrar al salón de informática. No sentí dolor, lo único que me importaba era saber cómo estaban mis compañeros y mis hermanos”, narra José Guillermo, quien hoy, con 20 años de edad, aún se muestra intranquilo cuando vuelve sobre sus recuerdos. Confiesa que es la primera vez que habla de esos hechos con un periodista. Con la voz quebrada recuerda que Divier era un amigo con el que él y sus hermanos jugaron todas las tardes de la infancia, hasta aquel mediodía.
Idaly Perdomo, madre de Juan Guillermo, relata que esa tarde el destino le jugó una buena pasada. Vio cuando una camioneta color gris se detuvo y un grupo de cinco hombres vestidos de civil, y uno de ellos con chaleco del Gaula, empezaron a disparar. Segundos antes había estado cerca al matadero, al lado de Jorge Eliécer Soto Mahecha. “Me despedí de él indicándole que me iba a almorzar. Estaba con mi hermana. Caminamos muy poco, cuando se escucharon los disparos. Ella me decía -corra, corra-. Yo me paré a mirar y no hacía sino gritar: ¡mis hijos! ¡mis hijos!”, relata intentando transmitir la angustia en la que se sumergió. “Yo insulté a los hombres que disparaban. Les dije -desgraciados y ellos me apuntaban y me decían -cállese la jeta madre-”, recuerda Idaly. Cuando los gritos y los disparos cesaron, vio a Soto Mahecha tirado en el suelo. Agonizaba.
Transcurrido un mes y medio de los acontecimientos, aproximadamente, empezó a sentirse vigilada. Sus sospechas se acrecentaron cuando ella y su familia descubrieron, en predios cercanos a su finca, improvisados campamentos en los que quedaban latas vacías de comida y colillas de cigarrillos. No supieron si eran de las Farc o de las fuerzas del Estado. Ambas le producían miedo.
Una tarde, cuya fecha no revela, abordó un colectivo para viajar a la ciudad de Neiva a una cita médica. Desde su puesto descubrió a un hombre que la miraba constantemente. Trató de tranquilizarse. Se acomodó en el puesto que le correspondió y empezó a mirar el paisaje que pasaba rápido por la ventana. En la mitad del trayecto el hombre que la vigilaba se sentó a su lado.
- Doña, ¿usted es Idaly Perdomo Ospina?-
- No, ¿por qué? -
- Lo que pasa es que usted es la mamá del niño José Guillermo Valencia Perdomo, implicado en lo que pasó en Santa Rita –
- Bueno y ¿por qué usted me averigua eso? –
- Usted no se puede bajar en Neiva hasta que yo no me baje –
“El corazoncito me latía muy fuerte. Cuando eso nosotros no cargábamos ni una “flecha” de celular, no tenía cómo llamar a mi casa, no había ni señal en ese tiempo. Yo solo en la mente decía -Dios mío ilumíneme y protéjame-, porque cómo iba a saber quién era ese señor y de dónde provenía”, guarda silencio por un minuto, y continúa recordando el diálogo que sostuvo con el hombre desconocido, luego de que ella le expresara al conductor que debía llegar hasta la terminal de Neiva.
- Pues yo me voy detrás de usted, porque sola no se puede bajar -
- Si usted me piensa hacer algo dígame, porque se me hace extraño que me siga-
- Donde se baje usted, me bajo yo –
Cuando el colectivo transitaba por inmediaciones de la Avenida Circunvalación y la Carrera Segunda, Idaly recordó que su mejor amiga vivía a escasas cuadras y decidió bajarse allí para huir del hombre. No lo logró. Él la siguió. Afuera del carro le advirtió que debían esperar a que llegaran tres compañeros que necesitaban hablar con ella. Pasados algunos minutos una camioneta se acercó a la acera en la que la pareja se encontraba. Del vehículo descendieron tres hombres altos, quienes le manifestaron que sabían quién era ella y cuál era su vínculo con el niño que había sido alcanzado por una bala el 25 de marzo. Le confesaron, además, que “la estamos necesitando y por eso estamos haciéndole cacería”.
Ante el impacto que le causaban las palabras que los hombres pronunciaban, decidió confirmar su nombre y manifestó ser inocente de lo que la estuvieran sindicando. Los hombres se identificaron como miembros del gobierno. Idaly no recuerda qué institución estatal mencionaron, pero tiene claro que uno de ellos se presentó como teniente.
La invitaron a subirse a la camioneta. Ella se negó. Entonces, caminó, rodeada por los hombres, por una céntrica zona de la ciudad de Neiva, hasta la Panadería Santander, frente al Parque que lleva el mismo nombre, y desde donde se puede observar el escenario del poder departamental: la Gobernación y Asamblea. Allí, en el tercer piso donde funciona una heladería, recibió una gaseosa y la solicitud de “colaboración”. Le pidieron que afirmara que los hechos en Santa Rita habían sido motivados por las Farc y que a cambio le brindarían apoyo en la recuperación de su hijo. Además, le darían una casa y bienestar económico. “Les dije -yo estoy enseñada a vivir en el campo y aquí en la ciudad correré más peligro, porque es zona roja. Van a decir que yo fui la causante de lo que pasó y me van a perseguir y hasta matar. Vale más mi finca y mi familia”, narra, agregando que ese episodio de su vida no se lo contó a ninguna autoridad, temiendo retaliaciones.
El consejo que vino de los amigos era que abandonara la zona. Pero decidió enfrentar el miedo, trabajando durante el día en la finca, y refugiándose en la noche en la casa de su madre, en el caserío. “Uno no sabe en qué momento tenga que volver a vivir estas cosas. Aunque yo le pido mucho a Dios que no nos vuelva a pasar, porque son situaciones duras”, dice reflexivamente.
Idaly se retira, tarda unos minutos, y regresa con una desgastada fotocopia de una página del Diario del Huila, con fecha del viernes 26 de marzo de 2010, en la que se titula Contrariadas versiones sobre muerte de menor en acción militar.
Los pobladores de la vereda señalan que, pese a que la presencia de miembros de las Farc-EP había sido histórica en su región, en el año 2010 el Frente 66 Joselo Losada se encontraba replegado en la zona rural, como consecuencia de la política de seguridad del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Sin embargo, el grupo guerrillero se las arreglaba para citar reuniones y solicitar en ellas, a los habitantes del municipio, apoyo económico para el sostenimiento de su confrontación con el Estado. “El trato de ellos con la gente era muy normal, muy bien, lo saludaban a uno. Eso sí, como dice el dicho -el que nada debe nada teme-. Igual el Ejército. Llegaban unos u otros, y no se les negaba un vaso de agua”, explica un habitante de Santa Rita, quien pide la reserva de su nombre, y aclara que la única diferencia entre los dos grupos armados era que el Ejército restringía la movilidad de seis de la tarde a seis de la mañana; las Farc no.
En la finca de la familia Jiménez Clavijo, a media hora del caserío de Santa Rita, hoy crecen flores púrpuras y un espeso y florecido cafetal. Sentados en el corredor principal de la colorida casa, una mujer alta, corpulenta, de ojos marrón y largos silencios; y un hombre alto, de bigote oscuro y sonrisa constante, concentran la mirada en la cadena de montañas altas y bajas, que parecen dibujadas al óleo, mientras buscan las palabras con las que quieren relatar lo que ocurrió, hace una década, con su pequeño hijo.
“Pienso que mi niño después de que sintió ese totazo no supo más, no sintió nada”, es la primera frase que suelta Miller Jiménez, el padre de la víctima. Luego se toma un tiempo, impulsa la silla mecedora donde está sentado, y retoma el relato: “ese día estábamos nosotros aquí (en la finca), llegamos, almorzamos y nos pusimos a mirar televisión un rato. El niño pequeño le había aventado todas las cobijas encima al celular, y por eso no escuchamos cuando timbraba. Había como cincuenta llamadas perdidas. Entonces llegó mi hermana y el yerno, y nos dieron la noticia: “¡mataron a Divier! ¡mataron a Divier!”. Yo pensé que era un muchacho de la vereda que se llama igual, pero luego entendí que era mi hijo. También mi sobrino desde la loma nos gritaba que nos fuéramos para el pueblo”, simula un bostezo y se frota los ojos con las manos para quitar cualquier rastro de humedad.
Adelaida Clavijo, madre del menor, toma la palabra y, sin que pueda contener las lágrimas, vuelve a aquella mañana de 2010: “él se fue a estudiar. A diario la despedida era muy linda. Ese día se despidió diciéndome -chao mami, hasta por la tarde, nos vemos-, y se fue a toda carrera con los hermanos, porque en ese tiempo no teníamos ningún transporte, y, de acá hacia allá, hay casi una hora a pie”. Inmediatamente Miller agrega: “recuerdo tanto que ese día yo venía de por allá abajo de sacar unos plátanos, y me lo encontré con las hermanitas. Le dije -papi váyase ligero. Nosotros le decíamos pipiolo”. Adelaida retoma la palabra y confiesa que “es muy duro cada año los recuerdos, eso nunca se le borra a uno. Yo estaba enseñada a que cada cumpleaños de mis hijos era fiesta -el 15 de noviembre Divier cumplía años-. Todo eso se acabó. De esa fecha para acá ya no es lo mismo”.
Los años han ido sosegando el dolor que les causó el asesinato de su hijo y el señalamiento que algunos medios locales, particularmente la emisora HJ doble K, hicieron al decir que el niño era un guerrillero. El asunto lo desvirtuaron al demostrar que Divier era un estudiante de primaria, y que incluso el día que la esquirla de bala lo alcanzó, él estaba con la sudadera de la Institución Educativa Santa Rita.
En un artículo del periódico El Tiempo, con fecha del 25 de marzo de 2010, se lee: “Al mediodía del jueves, según contó el coronel Jorge Alberto Cárdenas, jefe del Estado Mayor de la Novena Brigada del Ejército, un puñado de militares se movilizó hacia un corregimiento de Aipe llamado Santa Rita. El Ejército había recibido una llamada a la línea 147, donde alertaban que en ese pueblo se había visto en las últimas horas a guerrilleros de las Farc que usualmente extorsionaban a algunos pobladores del corregimiento. Cárdenas contó que cuando las tropas llegaron al sector fueron recibidas con disparos de la guerrilla. Y agregó que, durante el intercambio de tiros: -desafortunadamente, lamentablemente (...) falleció un niño y otro resultó herido-".
En las declaraciones que posteriormente rindió el líder de la operación, el cabo primero René Martínez Garcés, suboficial del Gaula Huila, y que están en la sentencia de reparación directa, de primera instancia, número 41001-23-31-002-2011-00329-00, afirmó que “el 25 de marzo del año en curso, el soldado profesional Rocha Lamprea Islein recibió una llamada al celular personal, a eso de las nueve de la mañana, informando que en el sector de Santa Rita se encontraban unos sujetos los cuales portaban armas, y que se encontraban citando a la gente en el pueblo para el cobro de la vacuna. Dicha información se le transmite a mi mayor García (Rolando García Nieto), comandante del Gaula (Huila). Él, a eso de las nueve y media, nos reunió y nos informó lo qué deberíamos realizar, a través de la orden de operaciones número 002 Magma. A las diez de la mañana inicia el desplazamiento hacia el sector de Santa Rita. Nos desplazamos en una camioneta Dimax, color gris, los siguientes soldados profesionales: Trujillo Adolfo León, Valderrama Castañeda Enrique, Rocha Lamprea Islein, Algarra Guacheta Lenin y Olaya Palomar José Victoriano”.
Lo que ocurriría después lo registra la misma sentencia: “según informe de resultado operacional, emitido por el cabo primero René Martínez Garcés (en su calidad de suboficial del Gaula Huila) del 26 de marzo de 2010, informa lo siguiente: Inicio movimiento motorizado desde la ciudad de Neiva en una camioneta Chevrolet Dimax placa EZJ-231. Siendo las 12:05 aproximadamente, llegamos al casco urbano del corregimiento, cuando observamos a varios sujetos, los cuales tenían armas largas y cortas; ante esta circunstancia identificándonos como miembros del Gaula, a viva voz les indicamos que se quedaran quietos, pero los sujetos hicieron caso omiso y reaccionaron disparando contra nosotros; en ese momento y ante la situación reaccionamos, presentándose un intercambio de disparos, dando como resultado que uno de estos sujetos quedó abatido frente al matadero. Esta persona tenía en su poder un bolso de lona color negro, el cual contenía material de guerra y otros elementos. Desafortunadamente, en el cruce de disparos, resultó muerto un menor de edad y otro menor resultó herido en una de sus piernas”.
En las diversas declaraciones que rindieron el grupo de soldados que participaron en la denominada Misión Magma, expusieron como prueba los impactos de bala con los que la camioneta quedó, argumentando que era el resultado del ataque de los hombres de las Farc. Pero esa evidencia fue desvirtuada en el resultado de la inspección judicial que le hicieron al vehículo. El Juzgado Segundo Administrativo de Descongestión del Circuito Judicial de Neiva, en la sentencia de primera instancia, expone que “con base en las huellas de violencia, se concluye que la persona que ejecutó los disparos los realizó al momento de tratar de salir del carro por la parte interna anterior derecha”.
La suma de las investigaciones judiciales que se produjeron dan cuenta de un montaje oficial. Así lo ratifican las sentencias de reparación directa en primera y segunda instancia, en las que el ente investigador resuelve que “en ningún momento los hombres del Gaula fueron recibidos con disparos; por el contrario, fueron los uniformados quienes en forma indiscriminada y sin medir las consecuencias de sus actos dispararon contra la población civil, pretendiendo demostrar resultados con un falso enfrentamiento, violando con ello los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario de todos los moradores de la región, en especial de quienes fueron muertos en los hechos”.
El documento revela también que la muerte de Divier Alexander Jiménez y la herida causada a José Guillermo Valencia, fueron responsabilidad de las tropas del Gaula del Ejército, y no de Luis Miguel Gaviria Céspedes y Jorge Eliécer Soto Mahecha, campesinos de la zona, asesinados en el operativo, y a quienes los soldados señalaban de ser los responsables de lo ocurrido a los menores.
El ente judicial expone en la sentencia número 41001-33-31-004-00244-00, de reparación directa del Juzgado Primero Administrativo de Descongestión del Circuito Judicial de Neiva, que Soto Mahecha no portaba ni armas ni material de guerra, como habían declarado los soldados que participaron en el operativo. Así mismo, revela que el arma que le relacionaron los uniformados a Gaviria Céspedes no era apta para producir disparos y, además, que el cuerpo había sido manipulado antes de que llegara el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía General de La Nación.
“Quedó demostrado que la muerte del menor Divier Alexander Jiménez Clavijo fue causada por un fragmento de proyectil, correspondiente al calibre 5.56 x 45 m.m., esto es, el mismo que portaban los miembros del Gaula (Ejército Nacional), tal como se advierte en el acta de legalización de munición utilizada en dicho operativo”, expone la sentencia de reparación. A renglón seguido revela que los soldados utilizaron, aquella tarde en la vereda Santa Rita, 37 cartuchos de guerra.
Con todas las evidencias la justicia anunció que el Estado, en cabeza del Ministerio de Defensa Nacional, era responsable de las muertes que se produjeron aquel 25 de marzo de 2010. Pese a eso, las familias de las víctimas siguen a la espera de la reparación simbólica y material a la que tiene derecho.
Actualmente en la vereda Santa Rita el ambiente es de tranquilidad. Los habitantes sienten que es consecuencia de la desmovilización y desarme de las Farc, que se produjeron tras el proceso de paz que el grupo firmó con el gobierno de Juan Manuel Santos en 2016. Y es que los sonidos más fuertes que ahora se escuchan no los produce la guerra, sino las populares chivas (buses escalera) que, en sus recorridos, parecen una serpiente encaramada en la cordillera.
En uno de los salones improvisados de la Institución Educativa, una mujer adulta acude a un viejo archivador, repleto de documentos, y en pocos minutos ubica una carpeta café. Revive la tristeza. Cuenta que hace un tiempo se dio a la tarea de sacar los documentos que allí reposaban de otros estudiantes, porque que esa era, y siempre será, la de Divier. La licenciada Alba Gutiérrez era la profesora de cuarto de primaria en el año 2010. La carpeta guarda en su interior el registro de matrícula firmado por Divier, la copia de la tarjeta de identidad en donde se lee: fecha de nacimiento 15 de noviembre de 1999, Aipe Huila, Sangre O+. Junto al documento reposa una copia de la cédula de la madre y un recibo de la energía de la familia Jiménez Clavijo.
“Después de ese día los niños lo recordaban mucho: el puesto de él, la lista de asistencia. Los primeros años se hacía conmemoración. Los niños iban a la tumba a visitarlo. Si algún día hacen la biblioteca de nuestra institución, llevará su nombre”, relata Alba, a quien reconocen en la vereda, como la profesora de Divier. “Después de su muerte el Estado no vino con ningún tipo de apoyo”, señala indignada, tras enfatizar que ese día cambió su vida y la de muchos habitantes de la región.
Para el psicólogo Alfonso Morelo De La Ossa, miembro del equipo profesional que desarrolló el único acompañamiento psicológico que recibió la comunidad de Santa Rita, a través del Observatorio Surcolombiano de Derechos Humanos y Violencia (Obsurdh)-, en esta región está teniendo lugar un duelo mal elaborado, un duelo que debió merecer el cuidado no solo de la academia, sino también del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), porque fueron niños los que recibieron el impacto de la guerra en sus propios salones de clase.
Esa primera etapa de acompañamiento tardó meses porque, narra Morelo, las fuerzas militares imposibilitaron el acceso de la organización académica defensora de derechos humanos y solo fue ante la insistencia y mediación de la Organización de las Naciones Unidas que lograron llegar a la vereda, para interactuar con niños y adultos, víctimas directas e indirectas del día que cambió la historia de Santa Rita.
Según José María Criollo Granada, fiscal de la Junta Acción Comunal de la Vereda Santa Rita, tras la muerte de Divier el temor, la zozobra, el desánimo frente a las labores y proyectos por la comunidad empezaron a apoderarse de los habitantes. “La gente empieza a decir -yo más bien me voy, yo mejor vendo, dejo tirado, yo por aquí no me quedo-. Esas consecuencias no solo se pueden ver aquí, sino en cualquier lado donde haya acciones violentas, donde quede involucrada la población civil. De hecho, la población civil quiera o no quiera siempre va a estar involucrada, ahí solo contamos con Dios, los que creemos”.
El rostro de Divier no se olvida. Su cara redonda, sus ojos grandes, el cabello rubio al rape, se inmortalizan en un gran dibujo que, enmarcado, cuelga en lo alto de una pared del segundo piso del sencillo hotel que la familia tiene en el pueblo. Hasta él llegan las nietas de los esposos Jiménez Clavijo para mirarlo y preguntar ¿quién fue él? ¿dónde está ese niño?. Las respuestas las dan los abuelos: “él es el tío pipiolo. Está en el cielo”.
Cada 25 de marzo la familia visita la tumba, construida con baldosas blancas y una reja de metal pintada de azul, en cuyo interior se pueden ver coloridas flores, canicas y una cruz blanca en la que se advierte la leyenda Divier Alexander Jiménez Clavijo - 25 de marzo de 2010. En los ángulos de la cruz se encuentran amarradas decoloradas manillas tejidas con hilos. La tumba está ubicada en el flanco izquierdo del pequeño cementerio veredal, cuya entrada, hecha de ladrillos ya enmohecidos, sostienen una desgastada cruz blanca y un letrero descolgado en el que se lee, en letras mayúsculas: CIUDAD DE LOS MUERTOS. Desde ese lugar, el caserío no se ve, pero sí los cafetales que recuerdan que el Huila, a pesar de los golpes de la guerra, produce uno de los mejores cafés del mundo.