A José Luis Mendoza lo conocí en junio del 2018 en la Plaza Bolívar de Ibagué. Lo vi desde lejos. Caminaba con la espalda encorvada mientras que sus ojos apagados trataban de buscarme dentro de la multitud. En una mano llevaba la fotocopia de un artículo donde resaltaba la foto de un joven vestido de uniforme. Al lado, de forma menos clara, se veía la foto de un ataúd cargado por varios hombres. “Siete muertos en Puerto Saldaña” era el titular del artículo del periódico tolimense El Nuevo Día.
Supe después que Mendoza llevaba el artículo porque en el texto aparecían los nombres de cuatro de sus hijos: José Eider, Ower, Wilder y Nelson Mendoza, que hacían parte de la lista de civiles que la madrugada del primero de abril del año 2000 fueron heridos por las esquirlas de un cilindro bomba que cayó frente a su casa, en pleno casco urbano de Puerto Saldaña, a un poco más de una cuadra de la antigua inspección de Policía. Siete frentes de las Farc se habían tomado el corregimiento de Puerto Saldaña, un poblado que hace parte del municipio de Rioblanco en el sur del Tolima, y que a raíz de esa toma y de una retoma cumplida 27 días después de la primera, se convirtió en un pueblo fantasma.
José Luis llegó a Ibagué con su familia, un año después de la toma. Dejó su finca, su casa, su ganado; todo lo que había construido durante más de treinta años, y desde ese día jamás regresó al corregimiento. Sin embargo, nunca enterró su pasado. En vez de eso, decidió exaltar el recuerdo y contar cada vez y a quien fuera necesario lo que había pasado ese sábado primero de abril, como una forma de evitar que otra injusticia pisoteara a las víctimas.
No pasó mucho tiempo para que se convirtiera en líder de la Mesa de Víctimas de Ibagué y se dedicara a tiempo completo a la labor. Por eso no me pareció descabellado proponerle, tres meses después de conocerlo, que visitáramos juntos Puerto Saldaña y reconstruyéramos con sus recuerdos lo que había sido el corregimiento más grande y próspero de Rioblanco. Su respuesta fue inmediata: “Sí, pero con garantías de seguridad”.
Llegamos a la terminal de Ibagué en plena madrugada. En su maleta, José Luis lleva un chaleco antibalas, como se lo sugirió el cuadro de seguridad asignado por la Unidad Nacional de Protección.
Será la primera vez que vuelva solo, después de que en una visita a Rioblanco, en función de su cargo, fuera amenazado. “Me dijeron: Nosotros ya lo investigamos, sabemos quién es usted. No vuelva, porque en otra oportunidad, si lo ven, no se van a tomar la molestia de preguntar”, me cuenta José Luis. Esta vez lo acompañarán uniformados de la inspección de Policía —que apenas el año pasado fue restablecida en Puerto Saldaña—, y eso le da tranquilidad.
Mientras esperamos entre sombras a que el bus termine de llenarse, llega Eurelio Rodríguez, también líder y víctima de Puerto Saldaña, y amigo de toda la vida de Mendoza. Eurelio es menos expresivo, es bajo, de contextura gruesa y cabeza pequeña; solo habla para decir lo necesario y da la sensación de ser la mano derecha de José Luis desde hace tiempo. Antes de las dos tomas, Eurelio era el albañil del corregimiento y ayudaba a reparar los daños de las casas de los vecinos. Su pareja había perdido la movilidad de las piernas dos años antes de la arremetida, lo que hizo doblemente difícil su huida del corregimiento. Eurelio salió al tercer día de la toma, como muchos, sin nada en sus bolsillos, corriendo por la vía empedrada que va a Rioblanco con sus dos hijas y con su esposa al hombro.
En el camino, Eurelio y José Luis hablan de las víctimas, de los casos injustos que encuentran y de las próximas reuniones de la mesa. A pesar de que nunca volvieron a su pueblo, todos los días piensan en lo que pasó, en su condición de víctimas que quedó para toda la vida y, sobre todo, en la búsqueda de justicia y reparación en la que tanto insisten.
Puerto Saldaña queda a ocho horas de la capital del Tolima y a hora y media de la cabecera de su municipio, Rioblanco. Para llegar, primero hay que pasar por Chaparral, la ciudad principal de la región del sur del departamento, que está unida a Rioblanco y al Pacífico caucano por las cadenas montañosas del Parque Nacional Natural Las Hermosas. Una zona conocida históricamente porque allí han habitado los indígenas pijaos, por la bonanza amapolera de 1989 y por ser la cuna del Frente 21 de las Farc. Puerto Saldaña, al estar entre Chaparral y el corregimiento La Herrera, se convirtió en un corredor estratégico para esta guerrilla por conectar el océano Pacífico con los Llanos Orientales, donde podían moverse las tropas y traficar tanto insumos como armas.
Sin embargo, aunque esta carretera tuviera tal tránsito e importancia, siempre se ha encontrado en mal estado, con huecos que se convierten en lodazales en épocas de lluvia. Entre todos los que hay, el que queda en el paso de la vereda El Limón a Rioblanco es el que tiene mayor popularidad: todos se refieren a la pericia que deben tener los choferes para poder atravesarlo.
—Está bueno, está bueno— dicen algunos pasajeros, entre ellos José Luis Mendoza, al atravesar el hueco mayor, que ya se convirtió en barranco.
Más de seis trabajadores están con pala en mano tratando de quitar el escombro de tierra que anoche cayó de la montaña después de días de aguaceros.
—Agárrense duro— me dice un trabajador desde afuera del bus.
—¡Yo me bajo!— grita una pasajera con cara de angustia, que está a punto de pararse.
—¡No, nadie se baja!— responde en seco y con determinación el ayudante del conductor, mientras el carro derrapa en el lodo con más de veinte pasajeros a bordo.
No cuesta creer lo que pobladores cuentan sobre las precariedades que existen en las vías terciarias para sacar los productos del pueblo a otras zonas de la región. Rioblanco está aún en el olvido.
Cuando llegamos al municipio, nos encontramos con un pequeño caserío rodeado por la imponente Cordillera Central y alumbrado con un sol que promete ser más fuerte. En el parque, una iglesia pequeña de color ocre le da orden al caserío; diagonal a ella está la estación de Policía y la Alcaldía Municipal. De allí salen el personero Edwin Castaño y el enlace de víctimas Yilmer Valbuena, ambos rioblancunos de nacimiento y con secuelas de la guerra, listos para acompañarnos hasta Puerto Saldaña.
Esta vez vamos en un jeep Willys. En el camino, como rezando un rosario, van recordando uno a uno los nombres de los campesinos que perdieron la vida en los retenes ilegales que hacían, en diferentes épocas, paramilitares y tropas de las Farc en la entrada del corregimiento.
“No me voy porque el que nada debe nada teme”, decían muchos; y esa frase acabó con la vida de más de un poblador desde antes de la primera toma guerrillera. Porque en Puerto Saldaña lo que han vivido parece una guerra perpetua, que incluso se remonta a antes de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, a 1945, cuando en los municipios de Chaparral, Ataco, Planadas y Rioblanco surgieron una serie de líderes campesinos que crearon el primer grupo liberal de autodefensas.
Pasado el tiempo se creó el centro de operaciones “El Davis”, comandado entre otros por Manuel Marulanda Vélez, alias “Tirofijo”, justo cuando Rioblanco se convirtió también en cuna de las Farc. Para hablar de épocas más recientes, el economista David Chamat escribió en un documento contextual de Puerto Saldaña, que fue a partir de 1996, cuando aumentaron las incursiones guerrilleras y los enfrentamientos con grupos de autodefensa, que el corregimiento comenzó a deshabitarse. Eso, sin olvidar las quemas de viviendas, las muertes sistemáticas de pobladores y los descuartizamientos con lista en mano cometidos por los paramilitares, quienes ostentaban, a finales de los noventa, el poderío de la zona, y llenaban de cadáveres el río Saldaña.
Días antes de la toma a Puerto Saldaña, que tenía por objetivo vencer al Bloque Tolima de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y lograr para la guerrilla el control territorial de la zona, el Frente 21 de las Farc se aseguró de repartir afiches que decían que los que no fueran paramilitares debían salirse del corregimiento. A pesar de las advertencias, muy pocos se fueron. “¿Cómo va a creer que usted, después de 40 o 50 años de estar allá, teniendo su finca, sus animales, todo, va a salir de un día para otro dejando todo y más sin conocer la ciudad?”, dice Mendoza casi gritando para que su voz resalte sobre el ronquido del motor del Willys.
Según informes de la Fiscalía 23 de la Unidad de Justicia Paz, a las cinco de la mañana del primero de abril del año 2000, las Farc empezaron la toma atacando la estación de Policía con fusiles AK-47 y cilindros bomba. Era sábado. A esa hora la mayoría de las familias estaban durmiendo.
—Yo me desperté y les dije a mis hijos: “Se entró la guerrilla”, y uno de ellos me respondió: “No, esos son los flojos de acá”, refiriéndose a las autodefensas y a los policías que de cuando en cuando se rebotaban en la inspección. Yo les dije: “No, es la guerrilla”. Los levanté a cada uno y los amontoné en una de las habitaciones del segundo piso, para que no se regaran por toda la casa mientras yo bajaba y abría la puerta.
”Llegué al primer piso y mi hijo mayor me alcanzó, me cogió del brazo y me dijo: “No, yo abro pa”, y me quitó las llaves. Yo, como en un juego de ruleta rusa, le volví a quitar las llaves y le dije: “No, yo abro. Quédense ahí”.
La puerta de la casa de José Luis era sencilla, sin trabas ni cerrojos especiales. Sin embargo, esa madrugada él se pasó más de dos minutos tratando de abrirla. Para volverlo a intentar, dice que dio al menos tres pasos hacia atrás, cuando una fuerte vibración lo levantó del suelo y lo lanzó contra la nevera, en la cocina. Era un cilindro de gas cargado con explosivos que había estallado frente a su casa y que lo dejó sentado en el suelo.
Aturdido, se tardó en reaccionar. Sintió la cara hirviendo y un olor intenso a pólvora. Solo podía escuchar el llanto de su esposa. Sus hijos estaban heridos por las esquirlas del artefacto. Y José Luis, a pesar de todo, se había salvado por no poder abrir la puerta.
Cuando pasó el estruendo, se recuperó y vio a uno de sus hijos más pequeños tendido en el suelo: estaba desmayado. Sin pensar en las consecuencias, José Luis alzó a su hijo y lo llevó al puesto de salud. Entre ráfagas de balas y cilindros recordó que días antes los médicos se habían ido del corregimiento a una capacitación y no habían podido regresar por un retén que las Farc había instalado a la entrada de Puerto Saldaña.
Chorros de candela salían de diferentes lugares, según la descripción del hoy líder de la Mesa de Víctimas que, entonces, llevaba a su hijo en brazos sin saber qué hacer. En medio de la balacera, un policía le gritó: “¡No se meta porque lo matan!”. José Luis, consternado, se sentó en un andén con el niño. Trató de despertarlo pero seguía sin reaccionar, parecía muerto.
—Yo dije “¡se me murió!”, y me dio mucha rabia. Sentí que me hervía la sangre y le grité al policía que me pasara un fusil y que me diera municiones porque iba a pelear. Y dije: “¡Ahora sí voy a matar al que se me atraviese!”. Nunca había pensado algo así, pero ese día, viendo a mi familia destruida, no pensé en otra cosa sino en defenderme.
El policía seguía advirtiéndole: “¡No se mueva porque lo matan!”.
José Luis reaccionó con este último grito. Esperó a que el fuego se calmara y salió para la casa. De allí, él y su familia corrieron a la iglesia pentecostal que les quedaba al frente. Había al menos cien personas allí encerradas en un sótano. Asustadas.
El pánico se apoderó de todos cuando un cilindro cayó en el segundo piso del templo. No estalló. Solo dejó como un acordeón la nevera de la casa del pastor. Nadie comió un solo bocado ese día. La zozobra se llevó el hambre, el cansancio y hasta el sueño.
Como los Mendoza, muchas familias buscaron refugio en las casas alejadas de la estación de Policía o en sus propios hogares mientras pasaban las 32 horas de enfrentamientos: un día y medio que dejó como resultado siete guerrilleros y tres habitantes muertos, entre ellos un menor de edad.
Solo hasta el domingo en la tarde entró el Ejército y con su presencia las Farc tomaron la decisión de replegarse a las montañas vecinas. Muchas personas salieron del pueblo en los carros militares, entre ellas la familia de José Luis, quien me sigue contando lo que pasó tras la toma.
—Salimos del sótano de la iglesia y se llevaron a las personas heridas. Mi esposa se fue con mis hijos, mientras que yo me quedé, porque tenía que responder por lo que había quedado en la cooperativa de caficultores a la que pertenecía, con miedo de que en el camino la guerrilla pudiera matarlos. A los 16 días me fui para Rioblanco. Allá estuve un año más. No nos dejaron sacar nada.
La toma del primero de abril hizo que los mil habitantes que poblaban el casco urbano salieran, pero no cumplió el objetivo de las Farc, por lo que, a los pocos días, empezaron a ejecutar una retoma que empezaría el 28 de abril y se extendería por toda una semana. Ahí terminaron de arrasar con lo que quedaba: la escuela y las casas que aún estaban en pie fueron quemadas.
Una de las primeras cosas que salta a la vista al llegar a Puerto Saldaña es el museo: una casa abandonada, con los bordes de las paredes resquebrajados, como registro de lo que pasó hace casi dos décadas, pero que, en un esfuerzo de la comunidad por pasar la página, fue pintada en 2015 por los más jóvenes, con la promesa de que allí se construiría el museo de memoria histórica del pueblo.
Mendoza y Eurelio saludan desde la ventana del Willys a sus antiguos vecinos. Y cuando nos acercamos a la casa de José Luis, él se aproxima a la ventana para no perderse ningún detalle. Ya no está en escombros. Hay una casa levantada con tablas y tejas de zinc carcomidas por el óxido y puestas una sobre otra para evitar la infiltración del agua, y una pequeña tienda de dulces y verduras. En el lugar viven Gentil Yaguara y su familia, que regresó hace más de cinco años a su vereda, pero al ver que no podía vender mucho de lo que cultivaba se fue para el casco urbano.
“Venga pa’cá Gentil”, le decía la gente del pueblo, y él, al ver que el terreno de Mendoza estaba abandonado, montó allí su entable.
Puerto Saldaña ya no es un pueblo fantasma. Edwin Castaño, el personero del municipio, explica al llegar que ya hay garantías para ejercer esta función en el corregimiento, lo que antes no sucedía. Sin embargo, de los mil habitantes que otrora tenía el corregimiento, solo unos ciento cincuenta han regresado y lo han hecho gota a gota. Los escombros de las casas deshabitadas y comidas por la maleza lo ratifican y le dan un aire de abandono al caserío.
—Está muy abandonado el pueblo— me dice y muestra José Luis mientras nos bajamos del carro y empezamos a recorrer el pueblo. Caminamos frente a la que antes era la estación de Policía y que hoy es una pequeña tienda construida en tablas. Cada lugar sigue cargando un claro pasado que se muestra en las grietas de las paredes o en los escombros de las casas que se quedaron vacías.
La calle principal está custodiada por miembros de la inspección de Policía. Lo hacen porque mi compañero de viaje pidió la protección. Hoy, sin embargo, los problemas del corregimiento ya no son de orden público.
Cuando llegamos a lo que era su casa, Gentil Yaguara se asusta. No quiere irse de allí, su hogar, a pesar de que, en los días de lluvia, el rancho se le inunda. Mendoza no le toca mucho el tema, apenas lo saluda, y más bien me señala el lugar donde recibió el impacto de la explosión.
Un policía de la custodia interviene en la conversación: “Cuando llegué por primera vez a Puerto Saldaña, esto parecía Armero”. Lo dice porque después de las tomas guerrilleras el corregimiento quedó deshabitado por casi cuatro años.
Pienso que lo que pasó aquí fue peor porque no lo causaron el lodo o un volcán, sino otros humanos que lograron el mismo resultado: arrasar a una población de la misma forma que pudo hacerlo la lava. Después de la tragedia, muchos tuvieron que regresar a levantar escombros y a vivir al lado del recuerdo, a pasar por la esquina donde asesinaron al intendente de la Policía y a reconstruir, más que las ruinas, la confianza que se implica en el tejido social.
Recuerdo lo que días antes del viaje, Norma Ortiz, el enlace de retornos y reubicaciones de la Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas en el Tolima, me decía acerca de que Rioblanco era el municipio que tenía más avances en atención a la población en comparación con las demás zonas del sur del departamento. Y en ciertos aspectos se hace evidente: El colegio y la escuela del corregimiento fueron reconstruidos, y sus paredes las pintaron de colores. La iglesia católica y la pentecostal también se volvieron a edificar.
Sin embargo, en las gradas del parque central hay un enorme letrero que llama la atención: “No nos revictimicen más, cambiemos de tema”.
Quienes habitan Puerto Saldaña no quieren seguir recordando lo que pasó, al menos es lo que explica Igidio Guevara, presidente de la Junta de Acción Comunal, que está cansado de que se hagan videos y se graben entrevistas de todos los medios y claustros académicos de la región sin llegar a conocerse ningún resultado. “Quiero es que vengan del Estado con cemento, con pinturas, con soluciones”, dice él.
Hoy el problema de Puerto Saldaña no es de seguridad, sino de la falta de condiciones para garantizar un mejoramiento de la calidad de vida de los retornados. Si bien hay un colegio, los docentes no están lo suficientemente capacitados para dar clases en bachillerato. “El mismo que da clases en primaria es el que da álgebra y cálculo”, se queja Marly Guarnizo. Ella misma, junto con otras lideresas del corregimiento escribieron el letrero del parque principal con la idea de dejar de hablar del pasado y ponerle atención a lo que ahora es realmente importante: las nuevas generaciones.
“Tenemos un puesto de salud sin médico y sin medicinas. Varios se han muerto esperando una atención. Aquí también estamos incomunicados, hay que ir a puntos determinados para poder coger señal. Y ni decir del wifi, que solo funciona para los administrativos. Tenemos computadores y tablets arrinconados, sin poder usarse porque no hay conexión”, sigue enumerando Marly, quien desde muy joven tuvo que salir de Puerto Saldaña para estudiar la secundaria en Chaparral, y hoy teme que sus hijas deban hacer lo mismo. “Mi hija quiere estudiar idiomas y aquí no va a poder prepararse para eso. No quiero que se vaya tan joven, pero tendrá que hacerlo por su futuro”, continúa. José Luis y yo escuchamos.
Mientras caminamos por las calles destapadas, él es honesto conmigo y menciona que sólo volvería a Puerto Saldaña si hubieran garantías de seguridad y de bienestar, pero que sí, que su sueño es volver al campo, que es lo que José Luis conoce y lo que no ha olvidado, aunque pase el tiempo.
Jose Luis coge su maleta y el chaleco antibalas, que no usó en todo el viaje, y nos propone regresar ese mismo día para Ibagué, en donde está su actual vida, lejos del campo, en un cubículo de la Unidad para las Víctimas, donde sigue a la espera de que algún día pueda recuperar todo lo que perdió.