Es sábado de gallera. Desde las terrazas y balcones de las casas se escucha el estruendo de la música, el cacareo y el bullicio de los apostadores. Afuera, un grito de amenaza: “Me pagas o te mueres”. Mientras los vecinos se asoman para ver quién es el nuevo amonestado, Ítala*, inútilmente, retira a Gala (7 años) y a Germán (4 años) de las ventanas y les ordena ver televisión. Sus hijos acababan de ver que el líder de “la huerta” (le llaman así porque controlan por manzanas o calles) apuntaba con un arma a un vecino venezolano que no pudo pagar los 50 mil pesos mensuales por el consumo de agua y energía. Aquí, en Altos de Niquía Camacol, en Bello, Antioquia, no cobran las Empresas Públicas de Medellín (EPM), sino Los Pachelly, una banda criminal que desde hace tres décadas opera en varios barrios vecinos.
Bello es en Antioquia uno de los mayores receptores de desplazados de otros departamentos afectados por el conflicto armado (55.955 personas en los últimos 17 años), y al mismo tiempo expulsa por el conflicto urbano que existe en el Valle de Aburrá, con graves vulneraciones a los derechos humanos (9.702 personas desde 1985 hasta agosto de 2019), según el Registro Nacional de Información de la Unidad para las Víctimas (UARIV). Sobre el número de venezolanos asentados en Bello, datos de Migración Colombia indican que hasta febrero de 2022 se contabilizaron 32.071. Este municipio, después de Medellín, es el segundo con más migrantes en Antioquia.
Gala, Germán y su madre Ítala, integran la población venezolana asentada en los diferentes barrios que componen las doce comunas de Bello; una de ellas es la siete, donde están ubicados los sectores Altos de Niquía Camacol y Altos de Quitasol, enclavados al pie de las faldas del cerro Quitasol. Los vientos de paz en esta zona fueron ahuyentados a finales de 1970, tras la conformación de pandillas juveniles, que durante el auge del narcotráfico en los ochenta se pusieron al servicio de las “oficinas de cobro” establecidas por organizaciones criminales. Así se convirtieron en bandas sicariales subcontratadas para fortalecer la “territorialización local del crimen” implementada por el Cartel de Medellín al mando de Pablo Escobar, según el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Desde entonces, Altos de Niquía Camacol, Altos de Quitasol y todos los sectores de Bello han sido controlados por grupos criminales locales (entre ellos, Los Pachelly) asociados a organizaciones ilegales que participaron en el conflicto armado, como el Bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia (a mediados de 1990); las cuales, para contener el avance del ELN, cobraron muchas vidas; las AGC (2011), que a su vez servían al Cartel de Sinaloa de México, comprador de la droga que se produce en Antioquia para exportación, fortaleciendo así una alianza criminal en todo el Valle de Aburrá; y el bloque Virgilio Peralta Arenas, también conocido como “Caparrapos” o “Caparros” (que opera en la actualidad), según lo establece la Defensoría del Pueblo en su Alerta Temprana N° 036 del 2 de septiembre de 2019.
Esta historia la desconoce Ítala, madre soltera venezolana que hace tres años emigró con sus dos hijos a Altos de Niquía Camacol, para conseguir techo, comida y trabajo. Su hermana Yorlidis llegó primero y le dijo que en ese lugar por lo menos podía comprar un huevo. Pero no le advirtió que vivir en esta comuna tiene un precio: la libertad. “Todos los días pienso en mis hijos; el lugar en el que los tengo no es seguro. No solo debemos lidiar con los traumas de la migración, también con la xenofobia y con el temor de caminar por aquí”, relata.
—A mi hermana le preguntaron qué venía a hacer yo al barrio y a mí me advirtieron que en sectores como este no puede entrar todo el mundo. Que si quería trabajar no podía ser en cualquier cosa, y para lo que sea tenía que pedir permiso. Yo estaba tan llevada que solo podía vender dulces en los semáforos, sitios a donde me iba con mis hijos— cuenta Ítala, mientras les advierte a Germán y a Gala que se retiren de la ventana para que no respiren el olor a marihuana que se expande por las terrazas.
—¿Te acuerdas, mamá? —la interrumpe Gala— ¿Cierto que yo también trabajaba contigo vendiendo caramelos en los semáforos?— le brillan los ojos a la niña. Ítala agacha la mirada.
Tres años después de haber emigrado a Colombia con su madre y su hermano, Gala no se acostumbra al ambiente de Altos de Niquía, tan diferente a su barrio en Venezuela. Allá nadie le recriminaba por ser negra ni tenía que pedir en los semáforos. Le gustaría tener muchos amigos en su colegio, pero de la niña extrovertida que fue en su ciudad, poco queda. A todo le teme, sufre crisis nerviosas tras su paso por las trochas. Llora porque no puede salir a jugar. Aunque en su sector hay varios parques, no hay libertad ni seguridad para caminar.
—Quiero irme, esto acá no me gusta, pasamos encerrados— insiste Gala.
Ítala, su mamá, no tiene Permiso por Protección Temporal (PPT) en Colombia, requisito necesario para evitarse multas o ser expulsada del país. La falta de este documento les impide acceder a los derechos de forma plena, debido su situación de irregularidad migratoria. Solo pueden acceder a atención en salud de urgencias y a las campañas de salud pública, pero, por ejemplo, no pueden afiliarse al Sistema de Seguridad Social en Salud y, por ende, no reciben atención integral en salud. Cuando se enferman van a una farmacia y se automedican, o aprovechan las brigadas que ofrecen entidades como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), Rescate y la Corporación de Voluntarios Venezolanos (Corvolven).
Gala dejó de vender dulces en los semáforos desde que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) la sorprendió sentada sola en una acera mientras su madre vendía caramelos a pocos metros. Luego de firmar un compromiso para matricularla en el colegio, Ítala cambió de trabajo. Ahora limpia casas, pero el dinero apenas le alcanza para pagar 400 mil pesos de arriendo, 50 mil al líder de la banda por abastecerse de agua y energía, y comprar la comida.
Cuando termina la entrevista, Gala pide que visite a Micael, quien vive a pocos metros de su casa. Es su amigo, el niño inquieto de la cuadra, según los vecinos. Los venezolanos que lo conocen les advirtieron a sus padres que un día lo iban a reclutar las bandas de la comuna porque sabe mucho. Micael emigró a mediados de 2021 con sus padres, quienes tampoco cuentan con permiso de permanencia en Colombia. Mientras ellos salen a ganarse la vida, él se queda solo en casa, pues aún no lo han matriculado en un colegio.
Muchas cosas le disgustan del lugar donde vive: la casa es muy pequeña, duerme apretado en la cama con su hermano y su padre a veces le pega por sus travesuras. Pero hay una en especial que lo enfada más, y es que lo dejen solo todo el día. “Me gusta jugar con mi primo y sentarme en las escaleras de las terrazas. Lo que no me gusta de este país es que todo el mundo se va a trabajar”, dice con tristeza.
Tres calles abajo vive Marly, de siete años. Su padrastro, que debe pedir autorización a la banda para llevarla a jugar, paga 450 mil pesos de arriendo. Este mes debió cancelar cinco mil adicionales porque la banda contrató la pavimentación de las vías, pues aquí la inversión pública es mínima. Según un informe de la Cámara de Comercio de 2021, Bello registra en Antioquia el más bajo Índice de Calidad de Vida (70 %) y altos niveles de pobreza (13,4%), de acuerdo con el informe de Calidad de Vida ‘Medellín Cómo Vamos Aburrá’ (2021), un programa privado de nueve instituciones. Pese a ello, cualquier servicio básico solicitado por la comunidad, como el agua, les genera rentas ilegales.
Justamente el padrastro de Marly aún no reúne los 50 mil pesos del consumo de luz y agua. Esta no es potable, es tomada de tanques de propiedad de EPM, que llega a las casas a través de mangueras o tuberías improvisadas. Las estructuras armadas, aunque no prestan el servicio, lo usufructúan, como también lo hacen con los bienes básicos de la canasta familiar.
Esta situación la confirmó la Defensoría del Pueblo en 2019 cuando alertó sobre la compleja situación en materia de derechos humanos en El Pinar, comuna 12. La madre de Marly dice que también la viven en Altos de Niquía, donde es generalizado el cobro de extorsiones a la población, incluyendo a los migrantes venezolanos.
Marly se refiere al caso de Alfonso, su vecino de 9 años, ambos estudian en el mismo colegio. Ella es testigo de cómo lo humillan porque pide limosnas. Abrumado porque su padre no consigue un empleo, pide a la salida del colegio para llevar a casa algo de dinero. “A mí me gusta ir al colegio, pero no me agradan mis compañeros, se burlan porque soy venezolano, se ríen de mi acento y se molestan porque pido. Andate pa’ tu país, me dicen”.
En el mismo colegio estudia Antonio, tiene 15 años. Llegó de Venezuela con sus padres hace cuatro. “Quiero aclarar que vine a Colombia de forma legal”, hace la salvedad para no ser estigmatizado, pues en la comuna se cree que todos los venezolanos que llegan allí migraron por trochas y ríos sin documentación. A su parecer, esta realidad no los muestra como “gente de bien”. Dice que sus padres lo han dado todo por salir adelante y abrirse paso hacia una vida de bienestar y tranquilidad en medio de la legalidad.
Sin embargo, en Altos de Niquía ha vivido la discriminación; no solo por ser venezolano, sino por sus trastornos de lenguaje que le dificultan la comunicación. Cuando llegó a la comuna se agravó su problema y era objeto de acoso en el colegio. Esto tuvo efectos negativos en su salud emocional y en su rendimiento académico. Prefería no asistir a clases para evitar las burlas de sus compañeros. La madre, viendo lo afectado que estaba, pidió apoyo a los profesores, quienes le ayudaron a frenar el bullying del que fue víctima.
El cambio de país ha sido abrupto para él, aún no se acostumbra a la carencia en Altos de Niquía. Ver a sus padres rodar de un lado a otro en busca de empleo, lo afectó. Aunque en Colombia ha encontrado gente que lo apoya, siente que nada le pertenece, desde el colchón donde duerme hasta la ropa que lleva puesta. Quiere regresar a Venezuela porque allá están su casa y sus cosas.
Las adolescentes venezolanas son, igual que las mujeres oriundas de Altos de Niquía, víctimas de acoso por parte de integrantes de la ‘huerta’. Marinela, de 16 años, apenas llegó a la comuna fue intimidada por uno de ellos.
—Pasé un susto terrible cuando ese hombre me besó en el cuello, lo cacheteé y empujé. Él me iba a golpear; menos mal el jefe, que estaba allí presente, le ordenó que me dejara quieta—, narra la joven, quien tuvo la suerte que otras muchachas de la comuna no tuvieron.
Ante el alto subregistro de casos de violencia contra la mujer en las comunas de Bello, la Defensoría del Pueblo solicitó información más precisa al ICBF, que reportó 224 casos de agresión sexual, de los cuales 123 correspondieron a niñas y mujeres adolescentes. Este consolidado corresponde al primer semestre de 2019, año en el que la violencia armada se recrudeció en esa zona por los enfrentamientos entre bandas. Debido a estos casos se registró un incremento de las rutas de protección para el restablecimiento de derechos de estas menores. No obstante, el instituto aclaró que la mayoría de las vulneraciones no estaban asociadas solo al conflicto armado, sino al contexto familiar, barrial y escolar. De igual manera, datos suministrados por la UARIV en ese mismo año, muestran que las víctimas de desplazamiento reconocidas por esa entidad corresponden especialmente a mujeres.
Este panorama lo conoce Marinela resumido en las historias que le han narrado, por eso añora salir algún día de la comuna para cumplir el ‘sueño americano’ que ha sido esquivo para la mayoría de las mujeres de su familia. Cuenta que hace un mes una prima y su tía murieron ahogadas cuando intentaban cruzar el río Bravo (frontera entre México y Estados Unidos). “Es deprimente y frustrante, tengo mucha rabia, son muchas emociones negativas las que siento, migrar no es fácil. Ellas murieron y eso ha sido muy traumático para nosotros”, dice Marinela, quien ha vivido desde lejos la angustiosa migración que cada uno de sus familiares ha hecho a países como Chile, Perú, Argentina, Estados Unidos, Nicaragua y Colombia. Sus secuelas psicológicas son notorias mientras ve pasar los días en la comuna, donde no encuentra el porvenir soñado, pues ni siquiera estudia.
Según la Encuesta de Calidad de Vida del Dane, de 2019 casi cuatro de cada 10 migrantes venezolanos radicados en Colombia son niños, niñas y adolescentes con altas necesidades, y enfrentan riesgos diferenciales en su proceso de movilidad humana, como lo señalan en sus testimonios Gala, Germán, Micael, Marly, Alfonso, Antonio y Marinela, quienes, por ser menores de edad, cuentan con pocos mecanismos que les den voz y participación en las políticas públicas para migrantes diseñadas en Colombia. Aunque el Estado colombiano les benefició con el Estatuto Temporal de Protección para Venezolanos (ETPV), en muchos casos dependen de sus padres o acompañantes para acceder a derechos básicos como la educación, recreación, protección, salud, a tener una familia y a no ser separados de ella. Si sus padres no lo hacen, les toca actuar a la sociedad y al Estado.
De acuerdo con la Cancillería colombiana, aunque las personas que tenían situación migratoria irregular podían acceder al ETPV, solo podían hacerlo si demostraban que entraron al país hasta el 31 de enero de 2021. Si ingresaron después de esa fecha o no pudieron demostrar ese requisito quedaban excluidas.
Los padres y acompañantes de Gala, Germán, Micael, Marly, Alfonso y Marinela no cuentan con permisos de permanencia y están aquí de forma irregular; algunos los han solicitado y no les ha llegado, otros no cumplen con los requisitos.
La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada el 20 de noviembre de 1989, en su artículo 12 dice que los menores deben formar su voluntad y tienen derecho a ser escuchados, incluso durante los procedimientos migratorios. Así mismo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos aclara que las opiniones de los padres o tutores no pueden reemplazar la de las niñas y los niños. En este orden, los estados deben proveer las normas necesarias para que ello se dé, pero con la participación activa de los menores.
Yéxica Marcano, migrante venezolana que dirige la Corporación Voluntariado Venezolano (Corpvolven), sugiere que la mejor manera de darles participación en las políticas públicas es creando espacios para que los menores de edad expresen lo que sienten y viven a través de la pintura, lectura y manualidades. “Ellos tienen mucho que decir sobre esas experiencias de xenofobia y bullying de las que han sido víctimas por el solo hecho de ser de otro país”, dice.
En 2017 comenzó a trabajar con los niños de Niquía, pero solo ha logrado llegar hasta las instalaciones de la Casa de Justicia y la Iglesia Nuestra Señora de Chiquinquirá, debido a las restricciones para ingresar a otros barrios como Altos de Niquía Camacol por enfrentamientos entre bandas. Corpvolven ha contado con el apoyo de organizaciones como Ficonpaz y OIM para el desarrollo de actividades recreativas, de orientación para el acceso al servicio de salud Sisbén, los servicios educativos y al Registro Único de Migrantes Venezolanos. Así mismo, les provee útiles escolares y paquetes alimenticios.
La realidad que viven los menores resulta contradictoria, pues el derecho a tener una familia solo lo disfrutan de puertas para adentro: sus padres, por estar en condición irregular, no pueden disfrutar de los espacios públicos en un ambiente familiar. Si los encuentran pueden sancionarlos con una multa, con la expulsión o con la deportación del país.
Esto lo corrobora la investigadora Gracy Pelacani, docente asistente de la facultad de Derecho de la Universidad de los Andes y profesora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la misma institución, quien explica que la política pública migratoria en Colombia dio unos pasos adelante, pero le falta mucho camino por recorrer porque, en algunos aspectos, beneficia a los niños y niñas, pero no a las familias como núcleo. Este contrasentido se convierte en un gran obstáculo para el acceso a derechos de los menores, sobre quienes tiene efectos negativos a corto, mediano y largo plazo.
La profesora considera que en Colombia, el ETPV tiene el enfoque de niñez, y establece que para los menores hay un trato preferencial que, en parte resuelve algunos obstáculos para la protección de sus derechos, pero le falta el enfoque de unidad familiar. “Se sigue concibiendo al adulto y al niño como dos entidades separadas donde cada quien tiene que acceder a los derechos y a la regularización por su cuenta y no se beneficia a la familia. No se puede pensar que el hijo tiene sus derechos protegidos si los padres están desprotegidos”, explica Pelacani.
La falta de coordinación institucional afecta la implementación de la actual política pública. La investigadora se refiere a que todavía el ICBF está desarrollando el enfoque migratorio con las herramientas de siempre. Es decir, de prevención y protección para los menores que están en Colombia, no importa si es extranjero y cuál es la situación migratoria de sus padres. “Los servicios que le ofrece a la población nacional no pueden ser los mismos que les debe dar a los migrantes que llegan, por ejemplo, con un duelo migratorio, desnutrición y abuso de sustancias, porque fue la única forma de seguir caminando por largos días”, enfatiza.
Pelacani considera importante que el Estado destine recursos y capacite al personal para atender oportunamente a esta población, pues el ICBF está desbordado. Finalmente sugiere que el próximo camino que debe recorrer Colombia es dejar de poner la salud mental en los últimos lugares, tiene que entender que es una necesidad tan apremiante como lo es comer, tener acceso a agua potable, a una vivienda digna y a educación.
Nicolás Forero, consultor de Unicef y miembro del equipo de niñez migrante del ICBF, coincide con Pelacani. Dice que uno de los principales retos de Colombia es adquirir normas vinculantes que protejan a los menores de edad migrantes. Sugiere que el trabajo debe sujertarse a la coordinación intersectorial entre entidades con los centros de acogida y a la participación de las niñas, los niños y adolescentes en la implementación de la política migratoria. Este aporte lo hizo durante el seminario sobre los “Mínimos ‘innegociables’ que debe tener una política migratoria con enfoque de niñez”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociojurídicas (CIJUS) de la Universidad de los Andes, en octubre de 2021.
No obstante, María del Rosario Perea, abogada, consultora y especialista en estudios migratorios, dice que, si bien hay muchos vacíos para atender a la población migrante, no se le puede endilgar toda la responsabilidad al ICBF, porque aún se camina sobre un terreno inexplorado. “En un principio nos dedicamos a crear normas para la regularización, pero no se preparó a la gente para asumir un proceso de integración y tampoco se cuenta con reglas claras. Muchos de esos derechos como el de la salud mental ni siquiera se han podido garantizar a la población colombiana”, explica.
Para avanzar hacia el proceso de unidad entre padres y menores migrantes y refugiados, el defensor del Pueblo, Carlos Camargo, sugiere (ver respuesta a derecho de petición) que el acceso al Estatuto de Protección Temporal -ETPV- y al Permiso por Protección Temporal (PPT) debe implementarse por grupo familiar y no por individuos a fin de garantizar que todos los miembros cuenten con un estatus migratorio regular, y así poder acceder plenamente a los derechos.
La entidad ha activado la ruta para la protección y exigibilidad de derechos a favor de 600 menores migrantes que requerían acceso a salud, educación, regularización e identificación, y atención de situaciones de violencia de género, niñez desvinculada de los Grupos Armados Organizados (GAO), maltrato y abandono. Ha brindado asesoría especializada a 4.200 niñas, niños, adolescentes y familias refugiadas y migrantes en tránsito y con vocación de permanencia, en seis departamentos, entre ellos Antioquia y ha orientado a 790 servidores públicos del Sistema Nacional de Bienestar Familiar, en relación a la protección integral de la niñez refugiada y migrante, así como en derechos humanos, protección internacional, derecho de los refugiados y derecho internacional humanitario.
Además de que pagan arriendos baratos, otra de las razones por las que algunos padres migrantes venezolanos en condición irregular eligieron asentarse en las comunas de Bello es la nula presencia de las autoridades, lo que les permite evitar el asedio y las sanciones. Sin embargo, no pueden librarse de la coacción de los grupos armados que controlan la zona. Por eso, del derecho a la protección contemplado en los Derechos de los Menores Migrantes mejor ni se habla, en Altos de Niquía Camacol están obligados a convivir con el miedo.
Según el Plan de Desarrollo de Bello 2016-2019, este derecho tiene poca relevancia por parte de los habitantes y de las instituciones en esta zona, debido a que “existe desconocimiento, ideas sesgadas y barreras de acceso que obstaculizan que la población pueda beneficiarse de los servicios a los que tiene derecho en cuanto a la salud mental. La naturalización de la violencia (...) imposibilita el despliegue de los servicios en salud, protección y justicia”, señala el informe.
La salud mental de los colombianos no es un tema prioritario para el Estado, mucho menos la de los migrantes. En el informe del Ministerio de la Protección Social sobre el seguimiento a la situación de salud de la población procedente de Venezuela, para el período comprendido entre el 1 de marzo de 2017 y el 31 de octubre de 2021, se presenta el análisis de las atenciones de consulta externas y consulta de urgencias, hospitalización, urgencias, procedimientos quirúrgicos y procedimientos no quirúrgicos, pero el factor de salud mental está ausente.
Sin embargo, el Observatorio Nacional de Migración y Salud, en su informe sobre el panorama de los niños, niñas y adolescentes venezolanos 2019- 2021, evidencia que la salud mental es uno de los motivos de consulta, encontrando que la mayor carga psicológica y emocional recae sobre las niñas y las adolescentes. El 67,2 % que acude presenta trastornos de ansiedad y estrés, el 45,1 %, trastornos emocionales y del comportamiento, y el 69,4 %, episodios depresivos.
Mientras el Estado colombiano decide seguir mejorando la política pública para la familia migrante venezolana, Gala, Germán, Micael, Marly, Alfonso, Antonio y Marinela, observan que de la comuna salieron varios compañeros con sus padres hacia la ruta de Necoclí, para cruzar la selva del Darién anhelando ‘el sueño americano’, pero las nuevas restricciones del gobierno de Estados Unidos frustraron por ahora el avance. Las familias migrantes que pueden hacerlo, empiezan a abandonar la zona hacia otros barrios con mejores condiciones de seguridad, pues en Bello y sus comunas, las esperanzas de vivir sin miedo se volvieron remotas a pesar de los intentos por buscar la paz y garantizar la convivencia en el territorio. Aquí la guerra sigue y los migrantes son las nuevas víctimas.
*Los nombres de las niñas, los niños y adolescentes que dieron sus testimonios, al igual que los de sus familiares, fueron cambiados por seguridad.
Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de la Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.