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Lunes, 12 Noviembre 2018

El hospital que atiende a los heridos por minas en el Catatumbo

Por Karen Lorena Rodríguez Carreño

Por años, los pasillos del hospital de Ocaña han sido testigos silenciosos del flagelo que ha afectado para siempre a más de 700 personas en los 11 municipios del Catatumbo. En esta caótica región, según cifras del Comité Internacional de la Cruz Roja, este año se cuadruplicó el número de afectados por artefactos explosivos con relación al año anterior.

Bibiano Angarita lleva 28 años al servicio de la medicina. Ha atendido a tantos pacientes en su vida que ya perdió la cuenta de cuántos han sido. Pocos, sin embargo, lo han marcado tanto como una niña de 12 años que resultó herida con una mina antipersonal. “Nos preguntaba por su chanclita. Ella no había dimensionado que había perdido la pierna”, recuerda él con la voz entrecortada.

Angarita, de 55 años, es enfermero jefe de urgencias del hospital Emiro Quintero Cañizares. Se trata de la Empresa Social del Estado más próxima a los 11 municipios que conforman la convulsa región del Catatumbo, por lo que se ha convertido en el punto obligatorio de llegada para quienes son afectados con las ondas explosivas generadas por las minas o con los materiales con que a veces las rellenan, que van desde clavos hasta materia fecal.

El Emiro Quintero Cañizares, cuyo origen es un hospital de caridad fundado por la Diócesis en 1891 en Ocaña (Norte de Santander), es la institución de segundo nivel más importante del Catatumbo. Sus corredores llenos de camillas, enfermos, rostros demacrados, ruidos de monitores, llantos, quejidos y olores penetrantes de medicamentos, alcohol y desinfectantes son parte del panorama en el que médicos y enfermeros se desenvuelven para tratar de salvar las vidas de sus pacientes.

Según estadísticas oficiales, Norte de Santander es el quinto departamento del país donde más víctimas civiles han causado las minas. Y para quienes tienen que tomar decisiones sobre los cuerpos de estas víctimas en el hospital de Ocaña, la tarea nunca es fácil. “Su nombre era Said, un campesino humilde que se levantaba muy temprano para trabajar en el campo en una pequeña finca ubicada en el corregimiento de San Pablo, zona rural de Teorama”, cuenta el doctor Adrián Rojas, líder del área de urgencias del Emiro Quintero Cañizares, sobre el paciente que más lo ha impactado.

El médico, de 32 años, relata que, el día del accidente, el labriego cambió su ruta habitual para llevarle enseres a un hombre anciano de pocos recursos. El nuevo camino escondía una mina, que se activó a su paso. “Intentó pararse y caminar, pero se fue al piso. Le tocó arrastrarse dos horas hasta llegar a un sitio donde un señor lo ayudó, en una hamaca improvisada fue trasladado hasta el hospital de San Pablo y la ambulancia lo trajo hasta nuestra institución. Yo fui auxiliar en su cirugía. Él me pedía agua, pero no podía darle, no podía tomar nada… Perdió el miembro inferior derecho”.

En casos como el de Said, las mutilaciones frecuentemente son el destino que corren las víctimas de las minas. Muchas personas ni siquiera alcanzan a llegar vivas al hospital, pero sobre ello no hay estadísticas concretas o información en el hospital más allá de las que publica periódica y escuetamente la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal, despacho que depende hoy de la Alta Consejería Presidencial para el Posconflicto.

Cada año, el personal del Emiro Quintero Cañizares se capacita en reanimación cardiopulmonar avanzada y atención en trauma. Además, la Cruz Roja lo asesora en manejo de traumas por minas. Y aunque el objetivo es salvar vidas, muchas veces los galenos de turno se encuentran en callejones sin salida. El doctor Rojas recuerda que hace pocos meses llegó un paciente con la lesión más compleja que ha debido presenciar en sus dos años como médico líder de la Unidad de Urgencias.

“Era un hombre de escasos 20 años. La onda explosiva le dañó toda la pared abdominal y sus órganos quedaron en el exterior, no había piel. El paciente llegó vivo, pero falleció luego de 24 horas por todo el daño y porque estos artefactos llevan vidrios, clavos e incluso materia fecal, lo que produce una sepsis (infección generalizada), que es una respuesta inflamatoria de todo el organismo y lleva a la muerte por más tratamiento médico que se suministre”.

Incluido este caso, según el propio hospital de Ocaña, en lo corrido del año la institución ha tratado a 19 pacientes heridos con minas. Desde 1990, cuando el Estado colombiano empezó a contabilizar las víctimas de estos artefactos en el país, en los 11 municipios del Catatumbo se han registrado en promedio 25 víctimas cada año. Hasta la fecha, 703 en total. Lo más grave es que el 77% de esos accidentes se produjeron entre 2017 y 2018, es decir, después de que las Farc depusieran sus armas.

Los datos proporcionados por el Comité Internacional de la Cruz Roja generan preocupación. Según el organismo, en este año se cuadruplicó el número de afectados por artefactos explosivos en comparación con 2017, lo que incluye minas, municiones sin explotar y hasta armas trampa. Una cifra que, además, se ha incrementado al tiempo que los cultivos de uso ilícito en el Catatumbo. Las cifras oficiales, en cambio, no indican un aumento tan notorio: 254 víctimas el año pasado, 292 este.

Entre esas estadísticas figura el nombre de Jesús Salazar. Tiene 65 años, es oriundo de San Calixto y se gana la vida en frente del hospital Emiro Quintero Cañizares vendiendo minutos de celular y ensaladas de frutas. Casi siempre está sentado, pues le falta una pierna y debe esforzarse el doble para mantenerse de pie. Le amputaron su miembro inferior izquierdo en 1999, luego de pisar una mina antipersonal en un accidente en el que dos amigos suyos perdieron la vida.

“Salí a buscar un ganado que se había perdido con dos muchachos conocidos míos cuando pisé un aparato de esos, la explosión fue tan grande que volé como tres metros y caí en un hueco. Comencé a gritar fuerte para que me escucharan, hasta que alguien me pudo auxiliar, perdí el sentido y cuando lo recobré habían pasado 14 días. Pregunté por mis acompañantes y me dijeron que habían quedado hechos pedazos”.

Jesús Salazar, víctima de mina antipersona

Foto: Jesús Salazar, víctima de mina antipersona

Las asesorías psicológicas también son fundamentales, pues muchos nunca superan el trauma del accidente. Rafael Sarabia, psicólogo del Emiro Quintero Cañizares, manifiesta que “pisar una mina deja un trastorno postraumático permanente. Son personas que quedan con alteraciones nerviosas y con la autoestima por el piso. Requieren mucho cuidado, de ellas hay que estar muy pendientes pues muchas pierden el sentido de vida e incluso pueden cometer actos suicidas”.

Sarabia trae a colación la experiencia de un paciente suyo: “Era un joven de 18 años que se fue a la zona del Catatumbo a trabajar en labores agrícolas para ayudar a su familia, su padre había sido asesinado y tuvo que asumir las riendas económicas de su hogar. El muchacho, infortunadamente, piso una mina. La lesión fue tan compleja que comprometió más arriba de la rodilla”.

Cuando la amputación es tan severa, explica el psicólogo, es poco viable la utilización de prótesis, pues es la rodilla la que da flexibilidad a la pierna para poderse mover. “La preocupación del muchacho era volver a caminar para estar en capacidad de trabajar y ayudar a su madre y a sus hermanos menores. El hecho le ocasionó una fuerte depresión, le encantaba bailar salsa y quedar postrado en una cama con una amputación fue traumático para él”.

En el Catatumbo, pese al acuerdo para la terminación del conflicto de 2016, la violencia no cesa. En esta región la paz pasó desapercibida, en su territorio siguen haciendo presencia organizaciones armadas ilegales como el ELN y disidencias de las desaparecidas guerrillas EPL y Farc. Humanicemos DH, organización de exguerrilleros de las Farc, está en el proceso de acreditación para hacer desminado humanitario, aunque no es claro aún si operaría en Norte de Santander.

Recursos congelados

Hospitales como el de Ocaña atienden a sus pacientes con recursos propios que luego les reembolsa la Administradora de los Recursos del Sistema General de Seguridad Social en Salud (Adres). Pero el flujo de recursos es lento y, según explica José Manuel Galeano, coordinador de primer nivel de la entidad, “hay una gran dificultad: los municipios deben conformar el Comité de Gestión del riesgo y hay muchos alcaldes que ni siquiera saben qué es. Es necesario que los mandatarios certifiquen estos eventos para poder cobrar los recursos, de no hacerlo quedan congelados”.

Adicionalmente, el Fosyga (Fondo de Solidaridad y Garantía del Sistema General de Seguridad en Salud) le adeuda al hospital cerca de $3 mil millones: casi la misma cantidad que la entidad ha invertido en los últimos años para pasar a convertirse en un centro médico de tercer nivel, lo que permitiría a los habitantes del Catatumbo acceder a especialidades que hoy solo ofrecen ciudades relativamente cercanas, como Bucaramanga o Cúcuta.

Un avance así beneficiaría a los miles de habitantes del Catatumbo, una región que continúa siendo azotada por la guerra. De acuerdo con el monitoreo más reciente de la ONU, en 2017 se detectaron más de 28.000 hectáreas de coca cultivadas en la zona, eso es más o menos 392 veces la superficie del estadio El Campín de Bogotá y corresponde al 16% de cultivos de uso ilícito en el país. Estas plantaciones son un botín apetecido por los grupos armados ilegales, que siguen encontrando en las minas un arma efectiva para proteger las matas de coca o para disuadir a la Fuerza Pública, con efectos devastadores en la población civil.

El Gobierno envió recientemente a la zona 5.000 militares que integran la Fuerza de Despliegue Rápido N°3 para recuperar la tranquilidad de la región, pero hace falta mucho más para que el Catatumbo sea el lugar soñado de sus habitantes. La falta de desarrollo evidencia un abandono estatal de décadas que solo puede ser suplido con inversión social y garantías para los campesinos, que merecen que de sus tierras emanen cosechas fructíferas y no explosiones de minas antipersonal.

 

Este trabajo fue elaborado con el apoyo de Consejo de Redacción y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en el marco de la edición 2018 del curso virtual Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de ninguna de las dos organizaciones