Cinco mujeres son dueñas de la siguiente historia. Esculcan en los recuerdos que las han marcado, que cambiaron sus vidas y las de sus familiares. Muchas veces no quieren contar o cuentan poco. Lo hacen como si sacaran un objeto valioso de un viajo baúl y le quitasen el polvo. Despacio, con paciencia, deteniendo el tiempo adrede para que sea menos doloroso sacarlo a la luz.
La cacería de brujas de la cual fueron víctimas estudiantes, docentes, sindicalistas de la Universidad de Córdoba, también las afectó a ellas y aunque menos intensa en estos momentos, todavía no termina.
Todo comenzó con la persecución contra profesores y sindicalistas en el departamento de Córdoba en los años 90, la cual se enquistó después en la Universidad de Córdoba.
Se dice que la represión en el alma mater se registró con fuerza con la llamada toma paramilitar de Salvatore Mancuso, quien hacía parte de las Accu (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá) junto a Carlos Castaño, quien fue líder de la organización.
Pero según testimonios de víctimas que hicieron parte del sindicato de trabajadores, como René Cabrales, quien fue su presidente por un largo periodo en la década del noventa: “La represión comienza a principios de los años ochenta, con el Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala, el decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978. El Estatuto es la aplicación en Colombia de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, según la cual las Fuerzas Armadas debían combatir al ‘enemigo interno’, lo que condujo a los militares a catalogar a cualquier opositor del Estado como una amenaza para la nación”.
Ruby Cueto, Ilva Santos, Gloria Padilla, Vilma Salcedo, Elvira Sánchez (nombre cambiado por petición de la entrevistada), todas cordobesas, narran sus historias con palabras lentas, rebuscando los recuerdos menos dolorosos para que las lágrimas no interrumpan sus relatos.
Ruby Cueto, compañera sentimental de René Cabrales, con quien tiene dos hijas, dos hijos y seis nietos, fue víctima de la persecución paramilitar y estatal cuando él fue presidente del Sindicato de Trabajadores de la Universidad de Córdoba. Su primera nieta, Alejandra Camargo Cabrales, de tan solo dos años y ocho meses de edad, fue asesinada en un atentado terrorista dirigido a su abuelo René, perpetrado por hombres del comandante paramilitar Salvatore Mancuso el 10 de junio de 1996.
Después del cruel atentado, Ruby y su familia tuvieron que trasladarse a Bogotá. Fueron víctimas del hostigamiento de la ultraderecha y el paramilitarismo, por lo que engrosaron las filas de los siete millones de desplazados forzados por motivos del conflicto interno.
Después de varios años en Bogotá, en una situación casi estable con su familia, René Cabrales siguió siendo objeto de amenazas y persecuciones debido a su militancia en el Partido Comunista y a su condición de defensor de derechos humanos. Tuvo que pedir asilo político para proteger su vida y la de su compañera Ruby. Ambos salieron del país dejando atrás a todos y todo. Hoy viven en Suiza, un un país frío y desconocido.
Desde el otro lado del océano, con nostalgia y mucha tristeza por los estragos que la guerra causó en ella y en su familia, de la cual se encuentra alejada hace doce años, Ruby cuenta: “Siempre tuve miedo por lo que pudiera pasarnos pues sin mi ayuda hubiese sido muy difícil para él sacar a los muchachos adelante. Tuve miedo siempre de que algo le pasara a mi familia y pasó lo peor, lo peor que le puede pasar a una madre o a una abuela como yo: perder a su única nieta. El miedo lo sentí desde antes de que comenzara la cacería de brujas, pues él militaba en el Partido Comunista. Así, cuando ingresó a trabajar en la universidad, ya tenía ocho años de militancia y había hecho parte de la comisión de finanzas del zonal de Córdoba. Además, era un militante muy comprometido con las actividades de agitación y propaganda y, así mismo, la difusión del Semanario Voz, como también de los eventos políticos que se llevaban a cabo en nuestro pueblo: las campañas electorales en las cuales participaba el partido desde los tiempos de la UNO (Unión Nacional de Oposición). Cuando él entró a trabajar a la universidad, ya muchas personas conocían su compromiso político, pues en ese entonces (1978) el partido tenía cierta influencia entre el profesorado y la parte administrativa, y como ya se sabe, todo lo que oliera izquierda era perseguido por el Estado. A mi esposo lo alcanzó esa persecución”.
Ilva Santos, de 62 años, es la esposa de Joaquín Soto, quien fue miembro de la junta directiva del Sindicato de Trabajadores y candidato a la rectoría de la Universidad de Córdoba.
Ilva empezó a trabajar como secretaria en la Universidad de Córdoba en 1977 y estuvo en el cargo por cuatro años más. Posteriormente, laboró para el Sindicato de Trabajadores de la Unicórdoba. Y fue allí cuando empezó su sufrimiento debido al hostigamiento que ella y su compañero padecieron por el ejercicio del sindicalismo. A Ilva la expulsaron de la institución de educación superior. No pasaría mucho tiempo para que expulsaran a Joaquín Soto. Ambos se quedaron sin trabajo. Hoy, de alguna manera, soporta una vida más estable y se dedica a las labores del hogar. Ruega que con la paz sus hijos y nietos puedan gozar de un país más justo.
“Cuando recién empecé a trabajar en la Universidad, en los años setenta, estaba embarazada de mi segunda hija. Uno de esos días se metió la Policía a la universidad y tiraron gases lacrimógenos. La gente se les enfrentó, ellos tiraban piedras, la Policía gases. No me acuerdo por qué fue la pugna, pero sí recuerdo que se enfrentaron estudiantes, trabajadores y la Policía. Sentí miedo por la niña, me estaba ahogando, me auxiliaron”, recuerda Santos.
“Joaquín fue un dirigente sindical que siempre estuvo al frente de defender los derechos de los trabajadores y por eso lo persiguieron. Un día, la Policía lo capturó y se lo llevó al batallón, lo maltrataron. Difícil no recordarlo. Todo ocurrió en esa época de los años 80. Un día lo cogieron junto con varias personas de la Universidad de Córdoba. Se los llevaron a todos y los volvieron a maltratar. A una parte la llevaron al batallón y a otra parte no se sabe a dónde. Yo fui hasta allá, me metí al batallón en un descuido de los guardias y empecé a buscar a Joaquín de celda en celda, hasta que lo encontré en la última. Lo habían golpeado. Él era sindicalista, por eso lo tenían fichado”, denuncia.
Joaquín se tuvo que ir para otra ciudad por un tiempo. Se fue a Bogotá, a Pasto también. Cuando salí de la Universidad de Córdoba empecé a trabajar en la Alcaldía y en el Colegio Nacional. Siempre conté con el apoyo de mi familia y de mis hermanas para atender a mis hijos mientras estaba sola. Sentía mucho miedo de que a él le pasara algo. Los compañeros me daban apoyo. Yo estaba pendiente de mis hijos. Todo ese tiempo que estuve sola lo único que hice fue trabajar”, rememora Santos con dolor.
“Fueron momentos de miedo. Ahora, gracias a Dios, estamos unidos y seguimos trabajando por nuestros hijos y nietos, luchamos por que se dé la paz, para que este país sea mejor, más libre”, concluye la sindicalista.
Vilma Salcedo, 45 años. Se resiste a olvidar. Su capacidad de resiliencia la demuestra como vocera de paz enseñando la que para ella es la verdadera historia del país a los estudiantes de un colegio distrital del municipio de Soacha. Tiene dos hijas por quienes trabaja duro cada día. Es activista política y precursora de paz.
Ella trata de recordar con cierta dificultad lo que padeció siendo una estudiante de la Universidad de Córdoba durante los años noventa, época en que se acentúa la persecución a los sindicalistas y al movimiento estudiantil:
“En los años 90 varios compañeros del movimiento estudiantil fueron desaparecidos por los paramilitares, algunos se fueron del país, entre esos mis compañeros de la Juventud Comunista Colombiana, Juco. Estudié Ciencias Sociales en la universidad entre 1990 y 1995. Éramos un grupo como de doce estudiantes, hacíamos manifestaciones en defensa de la educación de calidad y del bienestar universitario. Pedíamos autonomía y respeto de la dirección de la universidad frente a la gestión de los recursos”, recuerda Salcedo.
“Infortunadamente después de que se consolidó el movimiento estudiantil en la Universidad comenzaron la persecución y los asesinatos. No recuerdo los nombres de todos ellos porque uno de los efectos de ese momento tan doloroso para mí ha sido la perdida de la memoria. Yo no recuerdo los nombres, pero sí recuerdo los rostros de los muchachos y algunas anécdotas con ellos, pues salíamos como Juco a eventos nacionales. Estuvimos en un encuentro nacional de las Juventudes Comunistas de Colombia, en el año 1994. Éramos muy unidos, jóvenes muy estudiosos, con mucho talento”, describe.
“Toda esa persecución ha dejado huellas que cambiaron mi vida y tienen que ver con el miedo, la sensación de incertidumbre y de temor a que todo se repita. Me da miedo el riesgo de lo que significa la vida alrededor del activismo político, las amenazas que entonces se ciernen sobre las familias. Esas son las cosas que hoy en día me bloquean mucho y me generan mucha ansiedad”, confiesa la vocera.
“En 1996, cuando me fui a vivir con mi compañero de entonces, Alaín Cabrales, hijo de René Cabrales presidente del sindicato de trabajadores de la universidad, presencié el atentado que le hicieron en su casa. Yo estaba embarazada de mi hija Isabel. Durante el tiroteo, me escondí en el patio. Recé por mi hija y por Alejandra, la sobrina de Alaín, quien no sobrevivió. Mi hija nació casi un mes después y siempre sentí que Alejandra la cuidaba desde el cielo”, concluye Salcedo.
Gloria Padilla, de 50 años, es la compañera sentimental de Antonio Flórez, quien fue presidente del Sindicato de Trabajadores de la Universidad de Córdoba, a finales de los años 90.
Gloria comenzó a trabajar en la Universidad de Córdoba el mismo año que Flórez ejerce como presidente del sindicato. Comienzan a salir juntos, se enamoran, pero los siguen, los hostigan. Por eso se encontraban en secreto en diferentes rincones del país, donde nadie los conociera y así podían amarse con libertad, lejos del hostigamiento y las amenazas de las cuales era víctima Florez por su labor de sindicalista. Finalmente, se casaron, tuvieron tres hijos y, en este momento, a pesar de todo lo que ha ocurrido, sigue trabajando en el Departamento de Enfermería de la universidad, con el fin de sacar a sus hijos adelante.
“Todos mis compañeros de trabajo, los que estábamos en esa época, no podíamos ni hablar. Estábamos, como dice la canción de Shakira, “ciega, sorda y muda”. O sea, todo era dedicado nada más al trabajo, del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Nadie se atrevía a hablar con nadie, no se podía hablar de lo sucedido, de lo que estaba pasando. El caso de Antonio, de mi compañero, nunca se podía mencionar porque todo lo relacionaban con que éramos informantes porque de él decían que era de la guerrilla. En el momento en que salió de la universidad, todos empezaron como a hundirlo más y a no decir que el problema era con los paramilitares. ¿Por qué lo querían sacar de ahí? Pues porque era el presidente del sindicato de los trabajadores. Eso fue durante los años 98, 99 y 2000, cuando yo llegué a trabajar a la universidad. Él puso denuncias ante la Fiscalía, pero nunca le han respondido”, cuenta Padilla.
“Comencé a trabajar en el 98 en la época en que más perseguían a los dirigentes sindicales. Ahí fue cuando conocí a Antonio y comenzamos a tener una relación. Incluso, a nosotros nos tomaban fotos. Yo tenía fotos regadas que me había encontrado por allá en un poste en La Castellana, o sea, me tenían identificada. Un fotógrafo me dijo: “Mira, acá encontré estas fotos que le montaron a Antonio”, o sea nos las tomaban y nos tenían como vigilados. Ahora estamos juntos con nuestros hijos, seguimos trabajando y a ellos les hablamos de la paz”, explica.
Según el testimonio de la docente de Enfermería, Elvira Sánchez (nombre cambiado por petición de la fuente), de 53 años, las mujeres de la Universidad de Córdoba aún son presas del miedo debido al hostigamiento paramilitar que dentro de la institución continúa.
Lo primero que nos solicitan es cambiar su nombre, pues aún tiene miedo de ser señalada y de los riesgos que pueda correr su hijo de 12 años. Elvira comenzó a trabajar en 1981 y es de planta desde 1991. Aún teme salir en familia. Si salen a comer un helado, advierte, debe ser rápido y ni siquiera pueden sentarse a disfrutar la noche en la terraza de su casa.
“Entré a protección por mi propia cuenta, por los procesos que se estaban llevando en el sindicato en ese momento. Eran unas investigaciones internas del sindicato sobre el manejo de presupuesto. Trabajamos sobre ese punto y a mí me ponen en protección. El sindicato presentía que había problemas en la contratación y se estaban haciendo estudios. Nosotros, es decir el sindicato, empezamos a hacer investigaciones”, señala Sánchez explicando la génesis de sus problemas.
“Vinieron del Ministerio del Interior, identificaron en qué actividades estaba cada uno de nosotros, nos investigaron, nos hicieron análisis de riesgo, y yo quedé en alto riesgo, entonces me ofrecieron que tuviera escolta, vigilancia, para proteger la intimidad de mi familia”, recuerda.
“No acepté tener escolta y como no tenía modo de cambiar la ruta de entrada a la casa, yo tenía que entrar siempre por el frente, me pusieron protección policial, mañana, tarde, noche, de venida a la universidad, de ida, de regreso. En Navidad, en Año Nuevo, todo el día a toda hora. Todavía tengo ese sistema de protección. Manteniéndome con normas de autoprotección, cuidando mucho de mí. En mi casa nosotros no nos sentamos en la puerta. Me pusieron protección desde el 2014”, aclara.
“Cuando entré a la universidad lo primero que hice fue afiliarme al sindicato y lo segundo que hice fue pertenecer a la junta directiva. Estuve en un viaje al que nos llevaron obligados allá a Santa Fe de Ralito, el lugar de mando de los paramilitares. Mancuso quería mostrarse, parecía un ‘Tarzán’, pues se golpeaba el pecho y decía: Voy a salvar la universidad de los guerrilleros, porque en la universidad se pagan rescates dentro de las aulas de clase, ustedes necesitan de mí”, dice bajando la voz.
“Estuvimos en Santa Fe de Ralito, salimos a las seis de la mañana y regresamos a las once de la noche a Montería. Estuvimos allí, recibíamos visitas. Una vez que estuvieron aquí, ellos hicieron una reunión dentro de la biblioteca de la Universidad de Córdoba. Nosotros sabíamos lo que estaba pasando, no era que lo presentíamos, sino que nosotros sabíamos lo que pasaba, querían tomarse la universidad. Ahora sigo enseñando enfermería, veo por mi hijo y ruego que con los acuerdos de paz esta persecución llegue a su final”, concluye Sánchez.
En los años noventa se recrudece la persecución con el nacimiento de las Accu, (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá). René Cabrales, compañero sentimental de Ruby Cueto, había sido bien recibido en el ámbito sindical. A los pocos meses de haber firmado su contrato de trabajo pidió afiliación al sindicato y un año después hacía parte de la junta directiva.
Comenzó su carrera sindical y, así mismo, empezaron también a activarse los grupos paramilitares, quienes iniciaron la más terrible persecución contra las organizaciones de izquierda, materializada en amenazas, allanamientos a sedes sindicales y sociales, desplazamientos forzados, atentados y asesinatos a defensores de derechos humanos y de los trabajadores.
Así fueron cayendo miembros del Partido Comunista y la Unión Patriótica, miembros de organizaciones político-sindicales, campesinas e indígenas en todo Córdoba.
En el sepelio de Rafael Duque Perea, en abril de 1987, circuló un volante firmado por el grupo paramilitar Ojo por Ojo, en donde aparecían amenazados varios miembros de sindicatos y partidos de izquierda, acusados de guerrilleros.
Tras el asesinato del profesor Francisco Dumar, asume Cabrales el cargo de fiscal de la Federación Sindical Unitaria de Trabajadores de Córdoba (FESTRACOR-CUT): “Entonces me propuse seguir impulsando el proceso unitario que habían iniciado con las demás corrientes al interior de la federación. Acordamos realizar el congreso que dio vida a la CUT seccional Córdoba el 30 de abril de 1991 y en el cual fui elegido presidente, cargo que ocupé hasta abril de 1996, poco antes del atentado del que fui objeto junto con mi familia”, cuenta Cabrales.
En la década del noventa, con la implementación de la ley de educación superior, empezaron a llegar recursos importantes y entonces aumenta el clientelismo.
Mediante dicha ley, estudiantes y trabajadores podían elegir el cuerpo administrativo, pero en 1987 se envía un documento a la Procuraduría General de la Nación, firmado por sindicatos, trabajadores, Aspu y UP, denunciando toda la persecución, allanamientos ilegales, hostigamientos a estudiantes y la corrupción administrativa y el manejo de la politiquería para hacer contratos al personal universitario.
Los trabajadores exigieron y lograron que fueran ellos quienes pudieran elegir a las autoridades directivas de la universidad. Entonces, el primer rector elegido bajo ese decreto, en 1994, fue Ángel Villadiego Hernández.
En aquel tiempo comenzó una campaña de desprestigio y señalamiento contra la comunidad universitaria que desembocó en la eliminación física de muchos de sus miembros y el desplazamiento forzado de otros. El primer asesinato fue el de Julio Cuervo, profesor de Veterinaria. En el 2000 secuestraron a 37 estudiantes.
La toma paramilitar de la Universidad de Córdoba implicaba que Salvatore Mancuso era el que daba órdenes y seleccionaba al personal administrativo y directivo. De ahí resulta el “plan limpieza” y el terrible caso del asesinato de Hugo Iguarán Cotes, candidato a la dirección de la universidad en el 2000.
Para Ruby Cueto, la intensificación del conflicto fue el detonante de los dolores acumulados.
Después de tanta persecución de parte de los paramilitares (su primera amenaza la recibió en 1989 y la Central Unitaria de Trabajadores lo envió a Cuba por tres meses a estudiar en la escuela sindical de la CTC, Central Trabajadora de Cuba) y de mucha confianza de parte nuestra, pasó lo inevitable: “Las amenazas se materializan en un atentado terrorista en nuestra casa familiar, el 10 de junio de 1996, dejando como saldo la muerte de nuestra inocente nieta, Alejandra Camargo Cabrales. Con su partida, permanece el dolor en nuestros corazones y los recuerdos que prefieren permanecer dormidos, así como también la desintegración del núcleo familiar, debido al ineludible asilo”, narra Cueto.
Las protagonistas de estas historias no solo hablan de hechos de victimización, sino que además demuestran cómo han resistido todas esas luchas y cómo ha sido su capacidad de resiliencia luego de haber sobrevivido a los estragos del conflicto armado, político y social del país.
No solo cuentan el sufrimiento. Creen en el nuevo momento de la paz. El miedo, el dolor, la incertidumbre, la resistencia y la resiliencia son piezas claves en sus relatos.
“A pesar de la distancia, me he dedicado a trabajar, ayudo económicamente a mis nietas cuando lo necesitan. Me gusta que estén bien y ruego que esta guerra acabe, que pronto haya paz, para por fin poder reencontrarnos”, dice Cueto desde el exilio.
Estas mujeres, en medio de unos acuerdos de paz, tratan de reconstruir los relatos que le faltan a la historia del país. Sus memorias rotas por el miedo que aún sienten por hechos del pasado, indefectiblemente las convierten en protagonistas del presente.