Jonaikel*, de 11 años; junto con su hermano Jonás, de 15, y otros menores de edad, salió de Venezuela en mayo de 2020 para cruzar la frontera hacia Colombia. Recuerda que el día de su partida estaba ansioso. Pero había terminado de acomodar sus cosas, y aunque no había comido, se sentía con fuerzas para emprender el viaje.
Cuando dejó su casa, cuenta Jonaikel, llevaba en la espalda un morral con la bandera venezolana que le habían regalado en el colegio, y un balón de fútbol en una bolsa blanca. Su madre lo llenó de bendiciones y le recomendó hacerle caso a Jonás.
“Tomé la decisión de viajar con mi hermano. Se lo dije a mi madre y bueno, ella se puso brava al principio, pero luego entendió. Es que la cosa en la casa no está bien”, dice Jonaikel. Él y su hermano salieron desde Maracay, en el estado Aragua, cerca de Caracas, y recorrieron más de 730 kilómetros hasta llegar a La Parada, junto a la frontera de Venezuela con Norte de Santander. La Parada es el primer punto que encuentran los migrantes cuando cruzan el Puente Internacional Simón Bolívar y las trochas aledañas.
Los jóvenes cruzaron por uno de los pasos ilegales, donde mandan grupos armados como el Ejército de Liberación Nacional (ELN),disidencias de las Farc o el Tren de Aragua, la única alternativa para los migrantes ante el cierre de la frontera. “Vimos de todo, a un grupo que iba delante de nosotros los robaron en la noche. Teníamos que dormir en las alcabalas, pedir dinero para comprar pan”, cuenta Jonaikel con brillo en los ojos.
Los adolescentes no tenían quién los recibiera en Colombia, pero se arriesgaron a cruzar porque necesitaban un trabajo para ayudar a su mamá y a otros dos hermanos que se quedaron en Venezuela. En la trocha conocida como “La Arrocera” se hicieron un espacio entre el monte, y con bolsas, cartón y plástico armaron un cambuche junto a otros jóvenes en la misma situación.
Los hermanos y otros como ellos entran en la categoría de menores de edad no acompañados, o quienes “están separados de ambos padres o de sus tutores legales o habituales, pero no necesariamente de otros parientes y no están al cuidado de un adulto al que, por ley o costumbre, incumbe esa responsabilidad”, según la definición del Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas.
Solo en La Parada, por donde más migrantes ingresan a Colombia, hay unos 272 menores de edad venezolanos no acompañados, según la Fundación Nuevos Horizontes Juveniles. La organización calcula que más de 11.000 venezolanos han llegado en los últimos años y se han asentado allí en busca de trabajo. La mayoría se dedica al comercio informal, a cruzar mercancías por las trochas o al reciclaje.
Según datos de Migración Colombia, citados en el especial Hijos Migrantes de diciembre de 2020, unos 415.000 niños, niñas y adolescentes venezolanos se encontraban radicados entonces en el país: un 24 % del total de esa población. De ellos, unos 25.000 salieron de Venezuela sin acompañamiento de un adulto.
Pero estas solo son estimaciones, porque hay casos donde los menores siguen su rumbo sin parar en algún albergue donde queden registrados. No se sabe con exactitud cuántos niños, niñas y adolescentes venezolanos solos están en Colombia. Una de las principales razones para que no estén contados es que ingresan por los puntos ilegales, donde el Estado no tiene control. Los menores, igual que los migrantes adultos, enfrentan el peligro de los grupos paramilitares, las disidencias de las Farc, el ELN y bandas ligadas al narcotráfico que se mueven en la frontera. También se exponen a redes de trata de personas, explotación sexual y laboral.
Nidis Navarro, Comisaria de Familia en Villa del Rosario, explica que es muy difícil detectar a los menores, porque no hay suficiente vigilancia en los caminos que atraviesan. “Existen muchos pasos ilegales, y Migración no tiene de pronto el talento humano necesario para controlar cada uno de estos puntos”, dice Navarro.
Los niños, niñas y adolescentes que pasan por algún refugio de ayuda humanitaria, o que son atendidos por organismos oficiales, son los que pueden ser detectados. De resto, el Estado colombiano no tiene la capacidad para controlar la situación y ayudarles. “Tengo conocimiento de los niños que ingresan porque me lo ha reportado algún organismo de cooperación internacional, o porque han estado vinculados al Centro de Atención Sanitaria. Ahí sí tengo datos exactos de esa población. De los demás no puedo decir cuántos”, agrega la funcionaria.
Hasta diciembre de 2020 la Comisaría de Familia de Villa del Rosario manejó 116 casos reportados por diferentes organizaciones. “Algunos quedan en protección para el restablecimiento de sus derechos. Actualmente tenemos en protección aproximadamente 30 niños, niñas y adolescentes no acompañados de nacionalidad venezolana”, dice Navarro.
Con los pasos fronterizos cerrados por la pandemia, las trochas se convirtieron en la única alternativa para quienes viajan por tierra. Solo en Norte de Santander se cuentan unas 250. La gente va y viene, los niños caminan solos y casi sin ser vistos. El Estado colombiano parece no tener una respuesta integral a la situación, aunque durante la pandemia reforzaron la presencia policial y militar en los pasos ilegales.
“No hay un sistema nacional que ofrezca desde el Estado un mecanismo o un procedimiento claro para resolver este tipo de situaciones”, dice Irene Cabrera, codirectora del Observatorio de Migraciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia, citada en una entrevista realizada por el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar debe proteger a estos menores, pero sus procesos son lentos y no hay una ruta clara de atención, que debería contemplar el restablecimiento de sus derechos a través de un proceso administrativo que los conduzca a albergues de la institución u hogares sustitutos. Desde el inicio de la crisis migratoria en 2015, el ICBF ha atendido a más de 102.000 menores de edad venezolanos en Colombia, pero aún quedan tareas pendientes, incluida la de garantizar la protección integral de esa población. Mientras sigan cerrados los pasos legales y continúe el estatus irregular entre los migrantes, será muy difícil ubicarlos. El ICBF en Norte de Santander no emitió una respuesta a La Liga.
El proceso de restablecimiento de derechos no se está cumpliendo como es debido, entre otras cosas porque no hay cupos, según explica una fuente ligada a una organización humanitaria que prefirió ocultar su nombre. “Los hogares están full, hay muy pocos para los menores colombianos. Ahora, súmale los venezolanos. Si los menores consumen drogas, están en situación de calle o tienen comportamientos inadecuados, van a modalidades institucionales, que por lo menos aquí, en Norte de Santander, son muy pocas”, explica.
Expuestos y sin protección, muchos de estos menores improvisan y viajan sin rumbo. Sólo buscan trabajo y un sitio para descansar Por eso las trochas, aunque de forma precaria, les proveen ese lugar para acomodarse.
Mía salió sola desde Caracas cuando tenía 13 años y se instaló unos meses en La Arrocera. Le da vergüenza hablar, pero minutos antes se reía con sus amigas. Cuando empieza a contar lo que vivió en la trocha luce incómoda: aparta la mirada y baja la cabeza. Sin embargo, se repone y cuenta que viajó con varias jovencitas de su edad, y con otros pequeños, entre ellos Jonaikel. Se protegían y trabajaban juntos. “No teníamos donde dormir, pero armamos ese campamento en La Arrocera. Hicimos una pequeña comunidad, pero corrimos peligro”, cuenta Mía en voz baja.
Esos peligros vienen de los grupos armados, contrabandistas y criminales que operan en las trochas.
Según Mía, ellos evitan al ICBF. “No nos gusta porque nos captura y nos quiere llevar adonde no podemos trabajar”, dice. Los menores cruzan la frontera para hacer dinero y poderlo enviar a Venezuela. Otros, para reunirse con sus familias en el interior de Colombia.
María Paula Martínez, directora ejecutiva de la organización Save The Children, informa que el 70 % de los menores no acompañados viaja para reunirse con familiares en distintos lugares de Colombia, pero en su camino enfrentan diversos peligros. “Trata y tráfico, violencia sexual, explotación comercial, trabajo infantil, y falta de acceso a la salud. También los utilizan los grupos armados, o bandas para el tráfico de estupefacientes y minería ilegal”, explica Martínez.
“Un día fui abusada por un hombre cerca de la trocha”, cuenta Mía sin dar detalles. La joven se encuentra protegida en la Fundación de Mujeres Activas y Productivas para un Desarrollo Integral y Protección a la Familia (Fumupro), que atiende en su albergue a unos 30 niños, niñas y adolescentes rescatados de la calle en La Parada.
Lizette Corredor, directora de la fundación, dice que ellos hacen lo que debería hacer el Estado. “Yo visitaba el campamento que tenían allí y pude traerme a Mía, ayudándola a salir de este infierno”, cuenta Corredor, quien maneja la organización desde hace tres años. Desde Fumupro, asegura, han intentado ser un enlace con oficinas del gobierno local, pero no han logrado una relación sólida. “No comprendemos por qué no hay una intención más clara. Acá podemos trabajar ayudando al rescate y el reconocimiento de estos menores”, dice.
Estudiando y realizando otras tareas, Mía ha logrado recuperar un poco la confianza para hacer algo productivo. “Vendemos tortas, hacemos vestidos y otras cosas. Con eso ayudamos para que se pueda comprar la comida y mantenernos acá”, dice. Su mamá la encontró después de viajar sola y ahora viven juntas.
Jonaikel también fue rescatado de una trocha que fue desalojada en junio, durante un operativo de distintos funcionarios en Villa del Rosario, según cuenta Corredor. “Los niños huyen de esos operativos; creen que se los van a llevar a Venezuela”, dice.
Jonaikel también está estudiando. Es uno de los mejores de la clase, pero su escuela no está registrada en el Ministerio de Educación. Por eso no está claro si podrá graduarse y recibir algún documento que certifique sus estudios. Jonaikel espera aprovechar el tiempo para ver si logra reunir dinero y traer a su mamá. “Es lo que más deseo: poder ayudarla, traerla conmigo. La extraño mucho”, dice con nostalgia.
Las circunstancias obligan a estos jóvenes a hacerse responsables de sus vidas antes de tiempo. “Algunos deben asumir su propio cuidado desde muy pequeños, trabajar en lo que puedan para sobrevivir. Tienen que asumir roles de adultos; saltan la etapa cuando deberían estar estudiando y definiendo su identidad y proyecto de vida”, explica María Paula Martínez, de Save The Children. La situación les afecta emocionalmente y provoca problemas de convivencia y socialización. “Su desarrollo integral, procesos de adaptación, mecanismos de respuesta y reacción ante diferentes situaciones cotidianas, y su calidad de vida se ven afectadas”, dice Martínez. Los chicos presentan alteración emocional y física, bajo peso y talla, malnutrición, estados depresivos, autolesiones e ideas suicidas, deserción escolar y problemas psiquiátricos y psicosociales. Muchos no tienen control ni conciencia de lo que hacen y tienen pocos planes a futuro. Además corren el riesgo de ser madres o padres a muy corta edad, lo que empeora su realidad.
Valentina es otra niña bajo el cuidado de Fumupro. Dice que tiene 17 años, pero Corredor asegura que son 15. Tras una vida violenta, donde dice que sufrió abusos físicos de su madrastra y un intento de violación de su padre, decidió huir. Vivió con una tía en San Cristóbal, estado Táchira. También fue a vivir con una prima en Valencia, en el centro de Venezuela. Pero la violencia iba detrás. La pobreza también le acompañaba. Entonces decidió reunirse con su mamá y viajar a la frontera. Llegaron a La Parada y no tenían donde dormir. “Mi madre me dejó aquí tirada, se fue con un hombre y trabaja en las calles de Bogotá bailando con él”, dice Valentina.
Así se quedó sola, con apenas 14 años. Dormía en las calles y sobrevivía vendiendo dulces. Un día conoció a un joven mayor que ella, y se hicieron novios. “Salíamos y eso, teníamos relaciones de pareja y quedé embarazada. Cuando le conté, no lo volví a ver”. Con ocho meses de embarazo, quedó sola otra vez.
Pero Valentina quiere seguir adelante. No está alarmada y confía en que será una buena madre. Habla con tranquilidad y sonríe. “No le voy a hacer vivir lo que yo he sufrido. Valeria no tendrá una vida como la mía”, dice. Valentina quiere seguir su viaje, buscar a su mamá, presentarle a su nieta y trabajar juntas.
Todo esto ocurre mientras el Estado colombiano parece no entender la dimensión del problema. “Esto ha sido tratado como que si fuera a pasar muy pronto, pero vemos que no es así”, dice Corredor. Mientras tanto, resultan ineficaces e insuficientes las políticas públicas y las rutas de atención efectivas, cada vez más necesarias frente al drama humanitario que ahora mismo afecta a miles de menores no acompañados.
* Todos los nombres de los menores han sido cambiados para proteger su identidad.