“Apenas llegué a la cárcel de Bellavista, me metieron a una celda mientras me asignaban patio y ahí sufrí la primera violación por parte de los guardias. En adelante, podía ser en cualquier momento del día: ocho de la mañana, una de la tarde, en la madrugada. Los mismos internos y guardias, me llamaban para que fuera a yo no sé qué y me metían en un baño entre varios para abusar de mí”.
El 4 de noviembre del 2000, a Camila Úsuga, o como aparece en su cédula, Harrison Úsuga Vásquez, la detuvieron la Policía y la Fiscalía en su pueblo natal, Dabeiba, Antioquia. Tenía 18 años. Ellos la sindicaron de ser la culpable de la muerte de dos policías, 17 soldados y de derribar un helicóptero. Para las autoridades, Camila era una comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
“Yo era un falso positivo, a los policías que denunciaban que yo supuestamente era de la guerrilla, les daban vacaciones, los subían de rango, tenían una cantidad de beneficios. Pero lo que me hicieron fue por prejuicios”, afirma Camila.
Pasó 15 meses en la cárcel Bellavista, en Bello, Antioquia, donde padeció violaciones de guardias y reclusos, agresiones que ella atribuye a su condición de transexual.
“Mi hermano menor, el niño de la casa que me seguía a mí, lo desaparecieron en el 2001 y hasta el momento no hemos recibido su cuerpo. Mi hermano mayor fue asesinado en abril antes de lo mío. A sus 12 años recibió dos impactos de bala por un enfrentamiento de la guerrilla. Tengo otro hermano que está en la calle y que quedó viudo porque a su mujer la mataron”, recuerda.
Usúga ha tenido que ver durante su vida cómo es estar dentro de la guerra sin haber utilizado nunca un arma, afrontó la desaparición forzada de familiares y tuvo que huir de su pueblo natal siendo inocente.
El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) narró la historia de Camila en la investigación ‘Aniquilar la diferencia’. Para este estudio buscaron durante dos años a personas de la comunidad LGBTI afectadas por el conflicto armado colombiano.
“En enero del 2002, Camila recibió una primera notificación en que la condenaban a cuarenta años, a menos que pagara una indemnización de cien millones de pesos al Estado colombiano. El mismo mes, recibió una segunda notificación dejándola en libertad bajo la inexistencia de pruebas. Después de este hecho llegó a vivir en las calles, a consumir y vender drogas, y durante tres meses, ejerció el trabajo sexual en el centro de la ciudad”, precisa el libro del Centro de Memoria Histórica.
Estas situaciones la han llevado a intentar suicidarse en tres ocasiones. “Cierto día fui y me tiré a ese río Medellín, con esa intención, claro, [llanto], como de todos esos pensamientos, de toda esa cosa, tener una familia y no tenerla, tan mal, de estar en una ciudad que no conozco, nada, tener una vida, así como tan dura. Lo intenté una segunda vez, pero fue en el Metro, tampoco, y la tercera vez fue acá en una esquina de la Avenida Oriental, ahí por Villanueva, ahí, que ya el bus me frenó ahí encima”, relata para el CNMH.
Camila contó su historia en la Defensoría del Pueblo, por lo que la reconocieron en 2002 como víctima de desplazamiento forzado, pero la primera ayuda económica llegó en 2009 luego de que interpuso una tutela. El defensor público que la asesoró nunca le dijo que podía demandar al Estado por haberla juzgado de guerrillera y cuando se enteró ya había vencido el plazo para hacerlo.
“Una persona que es a la vez victimario y víctima puede demandar ante la justicia para su reparación. Por ejemplo, si el Estado fue el que realizó la violación, podría demandar ante el contencioso administrativo”, dice Camilo Sánchez, director de investigaciones en Justicia Transicional del centro de estudios, DeJusticia.
Camilo Fagua, abogado y asesor jurídico de la Fundación por la Defensa de los Derechos, afirma que para evitar que se puedan presentar estos casos en la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, se creó una Sala de Reconocimiento de Verdad, que es el primer filtro donde las personas que participaron directa o indirectamente del conflicto podrán acudir, donde tendrán la posibilidad de exponer cuál fue su participación en el conflicto armado,“esta sala podrá definir si dicha conducta es amnistiable o si debe pasar al Tribunal donde se les impondrá la sanción correspondiente”, aseguró Fagua.
La voz de Camila se quiebra al recordar lo que le pasó. Han pasado 17 años sin poder regresar a su tierra natal por miedo a que la maten, porque desde 2002 su pueblo ha estado en manos de los paramilitares y de los grupos posdesmovilización.
Actualmente vive en un asentamiento de víctimas en Bello, Antioquia, en una casa de madera, sin servicios de agua, luz o gas, sinembargo admite no cambiar su tranquilidad por nada.
“Ahora gracias al señor, yo ni fumo, ni consumo drogas. Me la paso estudiando, capacitándome con la ayuda de la Unidad de Víctimas, de la Defensoría del Pueblo, pero fue porque salí de ese hueco. Está en uno querer salir adelante”, explica. Actualmente se capacita en el Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA y en la Corporación Interactuar. Su propósito es enseñar a la comunidad cómo crear sus propios proyectos productivos para que no dependan del dinero del Estado y evitar que se repita lo que ella padeció.
Patricia Pérez* siempre caminó de botas pantaneras por La Hormiga, Putumayo. Junto a su esposo organizaba partidos de fútbol a los que invitaban a sus hermanos y a amigos del pueblo. Antes de cada juego, todos se reunían en una casa a la espera de un cuñado de Patricia, que los transportaba por grupos. “Como andábamos más hombres que mujeres y embotados (usando botas pantaneras), cuando los paramilitares llegaron decían que éramos guerrilleros”.
Además, ayudó en la liberación de dos familiares que estuvieron secuestrados. Esto fue suficiente para que los paramilitares la acusaran de ser colaboradora de la guerrilla y fue así cómo esta mujer de 44 años y su familia estuvieron encerrados en su casa durante un año.
Ellos padecían amenazas de muerte, secuestros y desplazamientos a manos de alias ‘El calvo’, cabecilla del Bloque Sur Putumayo en ese momento. En repetidas ocasiones le ordenaron a Patricia salir de su finca, pero ella decidió quedarse.
“Como no se quisieron ir, desde el momento en el que yo esté van a comer mierda”, recuerda Patricia que los amenazó ‘El calvo’. Desde ese momento, perdieron la libertad de salir de su casa.
La tienda que tenía Patricia para sobrevivir también quedó a disposición de los paramilitares. “Estos señores mataban una gallina y me decían: ‘esa la queremos, pélela’. Una, dos, tres, cuatro gallinas. Todos los días me tocaba pelar. El surtido que tenía en la tiendita se lo comieron entre todos”, asegura.
Estando tras las rejas de su finca, de donde no pudieron salir en un año, se preguntaba constantemente por qué nadie los ayudaba. Cuatro días después de que los paramilitares abandonaron la zona, familiares le contaron que ese grupo armado tenía un retén justo en la entrada de La Hormiga, donde impedían la entrada de los visitantes y la salida de la comunidad.
El hambre obligó a su esposo, Diego Montes*, a salir y buscar en las demás fincas algo para alimentarse, pero cuando intentó coger unos plátanos, un vecino lo ahuyentó con una escopeta pensando que era un ladrón. Al no tener más alternativa, Diego salió a la carretera. No sin antes prometerle a su esposa que volvería a las ocho de la mañana, contando las dos horas de ida y dos de regreso.
Pero a las 6:00 a.m., llegó una camioneta a la finca. “Por dentro decía ¡ay Dios mío bendito! Ahora que me pregunten por él, se van a dar cuenta que no está”, recuerda Patricia. Cuando salió de la casa, vio que los paramilitares tiraron un bulto afuera de la camioneta. Era su esposo golpeado. “La próxima vez lo traemos picado”, sentenció uno de los hombres.
Ser señalados como guerrilleros no solo los obligó a encerrarse. Patricia tuvo que vivir la desaparición de dos de sus cuñados. El primero fue Juan Carlos*, el menor de ocho hermanos, a quien se llevaron el 10 de marzo de 2001. “Era la una de la madrugada, me tocó sacar a mis cuñadas de la casa, porque supuestamente a todos los iban a matar”, recuerda Patricia. Los rumores decían que a varios jóvenes les pusieron en el pecho mensajes asegurando que eran guerrilleros y que por guerrilleros los mataban. Juan Carlos estuvo desaparecido nueve años. En 2010 Patricia reconoció sus restos en una fosa común en la que había varias víctimas.
El 29 de julio de 2003 llegaron por segunda vez los paramilitares a su casa en busca de Pedro*, otro cuñado. Ese día se lo llevaron. Patricia reunió el valor necesario y viajó a La Dorada, otra cabecera municipal que limita con La Hormiga, para reunirse con Jhon Edwer Hurtado, alias ‘El paisa’, comandante del Bloque Sur. “Sus hombres estaban cobrando un impuesto de 100 millones de pesos y los duros no sabían”, explica Patricia. Al enterarse, ‘El paisa’ llamó a sus hombres, los insultó y además le dijo a Patricia que no tenía nada de qué preocuparse, que a ella y a su familia no les iba a pasar nada.
Sin embargo, alias ‘El calvo’, el hombre que luego reemplazó en el mando a ‘El Paisa’, amenazó a Patricia por avisar sobre el impuesto que estaban cobrando y le dijo que debía entregarle 50 millones de pesos en ocho días para poder liberar a su cuñado. Para conseguir la cantidad exigida, Patricia y sus suegros vendieron ganado, tierras y casas al precio que fuera. “Yo fui a entregar el dinero a El Placer, me ultrajaron feo, pero me entregaron a mi cuñado”, dice. Sin embargo, en 2004, Pedro desapareció de nuevo cuando fue a buscar trabajo en Samaniego, Nariño.
Luego del sufrimiento que vivieron Patricia y su familia, decidieron pedirle a la Unidad de Víctimas ser reconocidos como afectados del conflicto armado. En 2015 declararon ante la Personería Municipal de San Miguel, en Putumayo, que sufrieron secuestro, tortura y amenaza. Después de la investigación, la Unidad determinó que, en efecto, los grupos armados ilegales violaron los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario en Putumayo, en la fecha en la que la familia de Patricia padeció en carne propia el conflicto.
Pero aun así, la Unidad de Víctimas les negó la solicitud. “No se encontró indicios (sic) que permitan establecer y concluir, al menos de manera sumaria, que los hechos victimizantes se enmarcan y configuran, no es posible reconocer los mismos deponente y grupo familiar, en el Registro Único de Víctimas, RUV”, dice el documento, fechado el ocho de febrero de 2017.
La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, la 1448 de 2011, especifica que para que una persona entre en el registro oficial debe haber sufrido hechos cometidos a partir del 1 de enero de 1985 y tener la fecha precisa de las violaciones a los derechos. Además, las víctimas también pueden ser “el cónyuge, compañero o compañera permanente, parejas del mismo sexo y familiar en primer grado de consanguinidad, primero civil de la víctima directa, cuando a esta se le hubiere dado muerte o estuviere desaparecida”. Es decir, una persona es considerada víctima en Colombia por el hecho de haber sido directa o indirectamente afectada por el conflicto.
A pesar de que Patricia cumplía estos requisitos, no fue declarada oficialmente como víctima. Los argumentos de la Unidad eran que no había pruebas de tortura, como haber sido amarrada o privada de la libertad encerrada en un cuarto y que por ende no podía recibir indemnización. “Uno para qué abre la boca si no le van a colaborar en nada. Entonces, ¿qué es violencia para los demás?”, se queja Patricia.
Según el concepto de Sánchez, Patricia puede comparecer en los tribunales en busca de su reconocimiento en calidad de víctima. “Una persona que no es considerada víctima por la Unidad, podría eventualmente acudir a la justicia para que un juez así lo declare”, afirma.
Los paramilitares tildaron a Patricia y a su familia como colaboradores de la guerrilla, generalizaciones y señalamientos que son comunes, pero muy delicados, pues pueden poner en riesgo la vida de los señalados o llevarlos a enfrentar procesos judiciales en los que los pueden condenar injustamente.
Este caso, unido al de Camila, muestra cómo el ser señaladas de victimarias realmente termina convirtiendo a las personas en víctimas y en algunos casos, esta simbiosis complica aún más el tratamiento que se les debe dar legalmente. “Para la ley colombiana, una víctima es cualquier persona que haya recibido una violación a los derechos humanos, en ese sentido, si la víctima cometió otras violaciones deberá responder por ellas, pero así mismo deberá tener la protección que se requiere por ser víctima”, explica el experto de DeJusticia.
Ahora que el país inicia el proceso de justicia transicional enmarcado en el acuerdo de paz con las Farc, la JEP arranca con un catálogo de principios que rigen esta jurisdicción con el fin de identificar una verdad plena, que se haga justicia al investigar, identificar, juzgar a los responsables de los hechos. Además, de ofrecer reparación integral a la víctima, es decir, una reparación eficaz y diferenciada. Por último, aportar garantías de no repetición, garantizar a las personas medidas que eviten que estos hechos se repitan.
Para esto, Tania Bolaños, abogada, experta en procesos de justicia transicional, explica el procedimiento que realizará la JEP, frente a los casos de las víctimas que serán analizados durante el proceso de transición, “bajo los principios de la justicia transicional, la JEP tendrá que hacer una revisión detallada de los casos, teniendo en cuenta todas las pruebas que se presenten, los informes de las instituciones publicados, la participación de distintas organizaciones sociales, la experiencia internacional, cómo se ha manejado en otros países este tema, que podría constituir un aporte en la construcción y enriquecimiento de la jurisdicción”.
En Colombia la complejidad del conflicto armado facilitó que una persona tenga la doble condición de víctima y victimario, por está razón, para reparar hay que tener en cuenta el contexto de la víctima. Es difícil saber cuáles son los retos de la JEP frente a los casos de Camila y Patricia, ya que aún no se han debatido ni siquiera en el ejercicio de formulación dentro de la jurisdicción. Se pueden plantear algunos retos, pero no van a ser los definitivos.
Colombia debe aprender de los errores que se han cometido en procesos empleados dentro y fuera del país. Tania menciona algunos casos; “En Colombia debemos tomar el ejemplo de Justicia y Paz, que fue otro proceso especial para los paramilitares. A nivel internacional, en el caso de Ruanda, la ley acogía y tenía vigencia solamente para los hechos cometidos en 1944. Tomó alrededor de 15 años sancionar cerca de 100 personas. Esto representa precisamente la complejidad de los hechos. Por esta razón en Colombia se deben empezar a esclarecer los hechos desde ya”.
Bolaños asegura que la JEP tiene varios retos, empezando por la cantidad de personas que fueron actores del conflicto y tiene el reto de poder vincular y reconocer a las víctimas. Pero el país también tiene un gran desafío, el de intentar reescribir la historia que se ha vivido durante más de cinco décadas, y quizá uno de los más complejos será no condenar a inocentes.
*Estos nombres han sido modificados para proteger la identidad.
Investigación realizada bajo el proyecto “CdRLab Justicia Transicional” de la organización Consejo de Redacción, con el apoyo de la AGEH y la DW.