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Miércoles, 11 Mayo 2022

A un año del paro nacional, Siloé busca justicia para sus muertos

Por Jeanneth Valdivieso M. para La Liga Contra el Silencio

En la Comuna 20 de Cali recuerdan los episodios violentos que vivió esa ciudad durante el estallido social de 2021. Allí la arremetida policial dejó amenazas y miedo entre las víctimas, pero también el ánimo de enfrentar una justicia que consideran veloz contra los manifestantes y lenta contra la fuerza pública.

 

“Siloé resiste y usted?”.

La frase está escrita sobre un escudo de lata, como los que usaron los manifestantes frente al Esmad durante los dos meses del paro nacional de 2021. Atrás, en una esquina de este barrio popular al occidente de Cali, se alza una pila de pupitres como monumento a las protestas que protagonizaron muchos jóvenes hace un año.

Cerca está el Museo Popular de Siloé. “Prohibido hacer silencio. Att. La Memoria de Siloé”, dice un aviso al entrar. En el segundo piso, la sección del paro reúne diversos objetos: bolsas de leche vacías, casquillos de balas, restos de bombas lacrimógenas, banderas, cascos, piedras, palos, escudos; todo aquello que la gente llevó al lugar. A pocas cuadras, junto al cementerio, un mural se extiende colorido con los rostros de jóvenes asesinados en medio de la represión policial, entre ellos cinco caídos en Siloé. No todos eran manifestantes; algunos solo pasaban por ahí: José Ambuila (32), Kevin Agudelo (22) y Harold Rodríguez (20), el 3 de mayo; Daniel Sánchez (16) y Michael Aranda (24), el 28 del mismo mes. 

Pero no son los únicos. Desde que inauguraron el mural, a inicios de octubre pasado, se han conocido otros fallecidos, junto a casos de tortura e intentos de desaparición forzada que han tenido poca o ninguna visibilidad ante la justicia y la opinión pública. Ahora estos casos son investigados por el Tribunal Popular de Siloé, una instancia impulsada por organizaciones sociales y de defensa de los derechos humanos, nacionales e internacionales.

Cuando terminaron las protestas, en el museo organizaron eventos para recordar a las víctimas. “Arrimaba gente para decirnos: ‘Venga, a mi hijo también lo mataron. No está en tu lista’. Y nos dan el testimonio de cómo pasó”, cuenta Ani Diesselman, quien apoya el trabajo del museo y el tribunal. Lo mismo ocurrió con otros casos. “El trabajo del museo y el tribunal es estar pendiente, estar presente, porque a la gente le queda muy difícil contar los casos porque es algo muy doloroso y hay miedo a amenazas”, dice.

 

David Gómez, líder social de Siloé y curador del museo, lo confirma. “Tenemos casos acá que ni siquiera podemos nombrar, han venido por la confianza”, explica. Los casos son documentados por el equipo del tribunal y esperan que durante su funcionamiento se acerquen más personas para aportar información. Para el próximo 10 diciembre está previsto el fallo y la sentencia del jurado, que incluye a académicos, investigadores y activistas de varios países, entre ellos: Boaventura de Sousa Santos (Portugal), Joanne Rappaport (EEUU), Heike Hänsel (Alemania) y Juan Grabois (Argentina).

Con un acto público y cultural, el tribunal se instaló el 3 de mayo pasado, cuando se cumplió un año de la llamada “Operación Zapateiro”, en alusión al comandante del Ejército, quien llegó a Cali, con otras autoridades, para cumplir la orden del presidente Iván Duque frente a las protestas: “estabilizar y recuperar” la ciudad. Lo que se registró fue el uso excesivo de la fuerza y violaciones a los derechos humanos, entre disturbios que duraron casi dos meses más. 

El tribunal es una instancia única en el país surgida tras las protestas, y sigue el ejemplo de otros juzgados de carácter social en otros lugares del mundo. “La idea es esclarecer la verdad y por lo menos tener un juicio ético desde las lógicas de una ciudadanía que está en contra de la impunidad”, explica José Benito Garzón, director del Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad Católica en Cali e impulsor del Tribunal Popular en Siloé. “Aunque no vaya a tener un efecto vinculante en términos judiciales, por lo menos que se conozca la verdad, que es uno de los asuntos fundamentales para las familias de las víctimas”, dice.

Hasta la semana pasada, según Garzón, llevaban documentados 25 casos. De esos, 12 son asesinatos, y al menos tres de ellos también configuran como intentos de desaparición forzada o desaparición forzada en sí; y en algunos otros tortura previa al asesinato. “Hay otros casos de torturas, otros de detención y demás”, asegura. La mayoría tiene como presuntos responsables a miembros de la fuerza pública.

Algunos fallecidos de Siloé fueron más conocidos, como los jóvenes que aparecen en el mural. Pero hay otros menos visibles, como Neison Sánchez, de 23 años, hallado con heridas de bala y cuchillo en la glorieta de Siloé el 4 de mayo. También está el caso de Didier Andrés Quintero, de 17 años, quien participaba en las protestas. Su cuerpo apareció la mañana después del 28 de mayo, día del incendio en el local de Dollarcity, con quemaduras y heridas de bala en otra zona de Siloé. En ese mismo comercio encontraron el cuerpo calcinado de Daniel Sánchez (ver su caso abajo). 

Bairon Alexander Lasso, otro hijo del barrio, el 4 de junio hacía fila con su moto en una estación de gasolina en otro punto de la ciudad. Se acercó un policía a pedirle sus papeles y, cuando quiso sacarlos de su carriel, recibió un disparo a quemarropa. Su madre, Luz Aida, lo relaciona con el paro por el actuar violento de la policía contra los jóvenes en ese contexto, y por la escasez de gasolina que existía. 

Jhon Arenas Imbachí, de 36 años, es otra víctima. El 10 de junio, mientras trataba de esquivar las protestas con su vehículo, recibió un disparo de fusil que atravesó el vidrio posterior. Según testigos, el proyectil salió desde donde estaban los policías. En todos los episodios hay mucho por esclarecer, incluido el caso de dos jóvenes que participaron en las protestas y aparecieron muertos en la recta Cali-Palmira. También existe otro donde denuncian tortura durante una detención. Ambos casos se presentaron ante el Tribunal Popular.

Alberto Bejarano, uno de los abogados que lleva el caso de un asesinado y una herida durante la masacre del 3 de mayo, cree que las víctimas de ese día fueron más, y que todavía hay un subregistro. “No todas han denunciado por el clima de terror que al día de hoy impera en Siloé y en otras partes de la ciudad. No hay garantías para víctimas y testigos. Es un grave problema que tenemos”, dice.

 

Las dos varas de la Fiscalía

Desde el 28 de abril de 2021, la glorieta de Siloé se había convertido en un punto de encuentro de manifestantes, y de confrontación con la Policía. Poco después se incrementó el pie de fuerza en Cali, y en el barrio se sintió. La noche del 3 de mayo se realizaba en Siloé una velatón por el asesinato, en otro punto de la ciudad, de Nicolás García, conocido como ‘Flex’. Ocurría esto cuando empezaron los disparos; unidades de la policía envolvieron la zona plana del barrio, donde está la glorieta, para bloquear las salidas. Un helicóptero sobrevolaba la zona y se oían fuertes estallidos. Había familias, menores de edad y ancianos allí, según varias fuentes.

“Escuchábamos disparos como de cañones, armas potentes y una gritería (...) Era horrible, parecía una guerra”, recuerda Ángela Jiménez. Su único hijo, Kevin Agudelo, de 22 años, conocido como ‘Polaco’, fue a la velatón y murió con una bala de fusil en el pecho. A pocos metros también fueron alcanzados José Ambuila y Harold Rodríguez, que habían salido a comprar comida. Ninguno se conocía; la muerte los juntó. Ese día se registraron al menos 21 heridos con armas de fuego, según el reporte del Tribunal Popular.

“Hubo operativos desmesurados de parte de la fuerza pública; equipos tácticos con movimientos de guerra, entrando a disparar a todo lo que se moviera. Ese operativo marcó un punto de ruptura por las estrategias militares utilizadas por la Policía”, dice Juan Manuel Erazo, coordinador de la oficina Pacífico de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), e integrante de la plataforma Convergencia por la Paz de Cali.

Bejarano, como abogado apoyado por la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, actúa en el caso de Kevin Agudelo y en el de otra joven herida el mismo día. Según dice, en el proceso judicial consta que esa noche intervino el GOES (Grupo de Operaciones Especiales), unidad de élite con francotiradores; policía uniformada regular, el Esmad y un helicóptero Halcón. Además hubo respaldo de la Policía Militar. En Siloé y otras zonas de Cali el GOES realizó disparos con revólveres calibre 38, pistolas 9 milímetros y fusiles Tavor 5,56, según informes de balística que tiene la Fiscalía, aunque la Policía lo ha negado.

En Cali, la Fiscalía acusó a dos oficiales y un patrullero como supuestos responsables de “varios homicidios”. En el caso de Siloé están investigados el teniente Néstor Fabio Mancilla Gonzalíaz, comandante del GOES; y el coronel Édgar Vega Gómez, entonces comandante operativo de la Policía Metropolitana de Cali. 

El abogado Bejarano explica que en sus casos hay imputaciones por homicidio agravado y lesiones personales agravadas. Según él, está probado que se abrió fuego, que se utilizó armamento y la munición fue encontrada en los cuerpos de las víctimas. “Se entiende que hay una responsabilidad por omisión de los mandos”, dice. No se ha determinado quién disparó.

Aunque reconoce que el caso ha avanzado. Bejarano señala algo que considera atípico. “La Fiscalía nos dijo a las víctimas: ‘Voy a hacer la imputación, pero yo no voy a pedir medida de aseguramiento’” o detención preventiva que se podría solicitar por la gravedad de los delitos sobre oficiales que siguen trabajando normalmente y que “están siendo investigados por no controlar a sus hombres”, dice. Para el abogado es raro y riesgoso que sean las víctimas quienes deban enfrentar en juicio a la Policía para pedir cárcel. “Para eso está la Fiscalía General de la Nación, para perseguir el delito. Se supone que es el rol del Estado, no de la sociedad”.

El abogado también representa a manifestantes, entre ellos a Carolina Montaño Cuero, líder de la “primera línea”, detenida desde hace 10 meses en una cárcel de Jamundí, acusada por el asesinato del policía Carlos Andrés Rincón, agredido en el llamado Paso del Aguante (o Paso del Comercio). Su cuerpo fue luego encontrado en el río Cauca. Montaño Cuero enfrenta una posible condena de 50 años, basada en versiones de testigos y sin pruebas, según Bejarano.

El abogado advierte la desigualdad que existe en el tratamiento de los casos. Cuando se trata de manifestantes, los procesos avanzan “de manera vertiginosa”, en investigaciones complejas con imputaciones muy graves.

Según la Fiscalía, durante el paro murieron 29 personas; más de la mitad en Cali. Fueron 25 civiles, tres policías y un miembro del CTI (Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía). Esa entidad ha acusado a tres oficiales de Policía y un patrullero por casos relacionados con homicidios y ha logrado la captura de 119 manifestantes por agresiones a policías.

Organizaciones como Temblores hablan de 40 casos de violencia homicida atribuidos a la Policía y al Esmad, sin ningún fallo condenatorio. La Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dice que de 46 casos verificados, en al menos 28 los presuntos perpetradores habrían sido miembros de la fuerza pública y en 10 actores no estatales. 

 

“¿¡Qué vándalos!?”

A un año del paro nacional de 2021, los familiares y abogados de siete de las nueve personas asesinadas e identificadas en Siloé (José, Kevin, Harold, Daniel, Michael, Neison y Bairon) viven entre la impunidad, la revictimización y la ausencia de justicia. 

Por esos días comparecían diez militares y un civil en la primera audiencia de responsabilidad por los asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado (“falsos positivos”), frente a la Justicia Especial para la Paz (JEP). Pasaron entre 13 y 14 años para que esto ocurriera.

Hoy en Siloé se preguntan cuánto tiempo pasará antes de conocer la verdad sobre los asesinatos, las desapariciones y otros delitos cometidos durante el paro.

“Ha habido cinco audiencias; todas las han aplazado. Es una burla para los familiares, para las víctimas. No sé por qué el juez se presta (a aceptar) que quien tiene que decidir las fechas son la Policía y los abogados de la policía”, dice Yenny Mellizo, madre de Harold.

El padre de Michael, Aberlardo Aranda, dice que no ha existido ningún reconocimiento del Estado. “Ya van a ser 11 meses de la muerte de mi hijo y no se ha pronunciado. No ha tenido ni la primera audiencia, ni el primer llamado de autoridades. Estamos a la deriva”, denuncia.

En el caso de estos dos jóvenes la rabia aumenta porque prestaron el servicio militar con excelencia en zonas consideradas “rojas”: Harold en Chocó y Michael en Caquetá. Regresaron con vida tras enfrentar al enemigo y encontraron la muerte a manos de la fuerza pública, que juró protegerlos. “Le da a uno impotencia de que el Estado mismo mata a los muchachos que reclaman sus derechos”, dice Abelardo. 

Las historias de los jóvenes muestran que tenían proyectos y se ganaban la vida como podían. “Duele cuando dicen que eran vándalos. ¡¿Qué vándalos?!”, se queja Yenny.

La familia de José Ambuila dice que no tiene ninguna información sobre cómo avanza el proceso. Luz Aida, la madre de Bairon, espera la próxima audiencia. Sobre el caso de su hijo Neison, Elizabeth dice que nadie la ha buscado para investigar. La mayoría de las madres de los muchachos asesinados son mujeres solas que en algunos casos incluso dependían de sus hijos. 

Unos 35 familiares de los chicos asesinados han formado la organización Memoria Vive Colombia (Mevico) para acompañarse, compartir experiencias y continuar su lucha en medio del pesimismo. En las reuniones supieron de otras víctimas de la violencia policial: Jhonny Silva, asesinado en 2005 dentro de la Universidad del Valle, un caso sin resolver; o Nicolás Neira, cuyo padre, tras sufrir atentados y exilio, logró la condena de un agente del Esmad, 16 años después de la muerte de su hijo.

Luchar contra el Estado puede tomar años, y expone a las familias a todo tipo de riesgos y tareas, como en el caso de Luis Carlos Agudelo, padre de Kevin Agudelo, quien salió del país por amenazas. O el de las hermanas de Daniel Sánchez, Crisol y María Paula, quienes abandonaron su casa en Siloé con la familia por amenazas que denunciaron sin recibir respuesta oficial. 

Estas mujeres y su equipo jurídico han hecho una tarea que le tocaba a la Fiscalía: reunieron fotos, videos y testimonios para lograr que el caso de su hermano sea investigado como un asesinato y probar que no murió por inhalación de gases en el incendio del Dollarcity de Siloé, como sostuvo Medicina Legal, sino bajo la acción de agentes del Estado. El cuerpo de Daniel, según la familia, presenta signos de tortura y un tiro, y fue plantado dentro del comercio incendiado.

Santiago Medina, defensor de derechos humanos que acompaña el caso de Daniel Sánchez, explica que en el último año han evidenciado “muchos yerros del actuar diligente del Estado en la investigación (...) Y no existe una completa transparencia en todo el proceso”. Dice, por ejemplo, que la Fiscalía no ha querido recibir testimonios de los familiares, que la defensa no pudo participar en el interrogatorio de agentes de la Policía y el Esmad que actuaron en la glorieta de Siloé, ni pudo acceder a sus declaraciones. 

También interpusieron una tutela para acceder al dictamen de Medicina Legal, que según análisis de expertos consultados por la familia presenta inconsistencias. En la última traba, hace varias semanas, un juez de tutela aprobó el pedido de que el caso sea trasladado de la Fiscalía de Vida (que investiga asesinatos) a una Fiscalía Especializada de Derechos Humanos, y eso hasta el momento no ha ocurrido.

“Todo esto lo hemos tenido que hacer nosotros porque las autoridades no han querido hacer ninguna investigación. Hay una forma de impunidad”, lamenta Medina. Pero las familias no se rinden, aunque la justicia y las autoridades actúen como si las vidas de esos jóvenes marginados no importaran. La comunidad trata de cambiar la imagen de Siloé, el mismo barrio que en 1985 ya había conocido la violencia estatal. Una toma militar que perseguía a una célula del M-19 dejó 17 muertos y 40 heridos, la mayoría civiles.

 

El paro trajo nueva atención al barrio. “Hubo un tiempo en que era demasiado ‘caliente’, pero ahorita está la ruta turística, un proyecto que estaba desde antes, pero que ahora se ha fortalecido. Vienen al mural (de víctimas), conocen lo que es el museo”, cuenta La Mona, una líder social. Tras el estallido social, la educación se volvió una prioridad; muchos jóvenes que participaron en las manifestaciones y que habían dejado los estudios, se sintieron motivados y se graduaron de bachilleres.

 

Torres, el investigador de Pares, cree que estas iniciativas y otras como la del Tribunal Popular son innovadoras. “Ese poder comunitario, esa lucha por la memoria que vienen adelantando desde hace tantos años, redunda en que se presenten estos escenarios populares que pueden tener más legitimidad que cualquier acción de la justicia en estos momentos”, dice.